A ti, Ángela, que me regalaste tus secretos, vengo a contarte el mío.
Si «Harry Potter» me perteneciera, estos habrían sido los protagonistas. Así habría empezado la historia.
La suya, porque siempre fue de ellos.
«O Fortuna»
PRIMER MOVIMIENTO
El sueño
«O Fortuna, velut luna
Statu variabilis
Semper crescis aut decrescis
Vita detestabilis»
7 de abril de 1952
No me acuerdo de olvidar ese momento.
El momento en el que soñamos un nuevo mundo entre el humo y las burbujas de la cerveza.
No diré que todo empezó en aquel bar porque llevaba cociéndose desde antes de que nosotros encontráramos y formuláramos la pregunta adecuada, pero tiene su gracia ya no solo el ambiente que nos envolvía, sino el nombre que el dueño había decidido ponerle al establecimiento. Du Mort. ¿Empiezas a ver por dónde van las maldiciones?
Antes de seguir tengo que explicarte una cosa: Voldemort no nació siendo Voldemort. Hubo un tiempo en el que fue un chico de mi misma edad obsesionado con la sonoridad rimbombante del francés, con las chorreras que habían pasado de moda dos siglos atrás y con cambiar el mundo.
Fue Tom.
Para mí siempre fue Tom, por mucho que él odiara ese nombre alegando que «hay muchos Toms». No es cierto. Nadie vestía ese sustantivo como él, nadie le dio ni le dará jamás el mismo significado.
—Esto lo cambiará todo, Manny.
Lo miré con la cabeza agachada y la sonrisa jugueteando con mis mejillas, como hacía siempre que quería conseguir una cita, la albóndiga más grande o que alguien se diera cuenta de algo. En este caso se debía a lo último. Quiero decir: Tom a sus veinticinco años seguía causando furor por su aspecto pero, y aunque ahora no voy a ahondar en las excepciones, me gusta considerarme fiel a las bragas. Y no tenía albóndigas, solo una cerveza a medio tomar que le dejaba un bigote de espuma cada vez que le daba un trago.
No, quería que se diera cuenta de algo. Quería que supiera que él ya lo había cambiado todo.
—No me gusta tu expresión facial —comentó, arrugando la nariz. Tom Ryddle, su voz suave y sus palabras adecuadas. Me considero de los pocos que lo escucharon soltar un taco, tuve que poner a prueba su paciencia más de una vez para lograrlo y tengo que confesar que el resultado era inquietante. Como un gran montón de mierda recubierto de plumas.
—Y a mí no me gusta esa horterada que llevas puesta. —Le eché un vistazo significativo al lazo negro que llevaba anudado en el cuello, con una piedra enorme y verde enganchada en el nudo. Un atentado a la moda en toda regla—. Pero supongo que la vida no es justa.
—Creo que te estaba explicando que esto lo cambiará todo… —siseó. Porque cuando Tom se molestaba no hablaba, siseaba.
Desde que se había desprendido de dos trozos de su alma, algo que Wyot Mulciber encontraba especialmente gracioso, «creía que tú no usabas de eso», y por lo que se ganó un leve cruciatus en los cojones, Tom estaba algo irascible. Ya sabes, además de tener los ojos de un turbador tono rojizo y la piel más blanca que las camisas de Elric Rosier. Irascible y tranquilo. Ya, no tiene sentido, pero da igual: te juro que daba esa sensación. Como un mar en calma que puede regalarte un tsunami en cualquier momento.
Algo así como un Tom Sorvolo Ryddle menopáusico.
—Sí, sí, tenías intención de hacerlo. —Y de matarme de aburrimiento, por consiguiente. Tom era la persona más inteligente a la que había conocido y que conoceré jamás, eso no se le podía negar, pero a veces era pesado de narices. Estaba tan orgulloso de sus ideas que se empeñaba en explicártelas una y otra vez, con todos sus detalles y toda su rimbombancia—. Pero mejor esperar, ¿no? A que llegue el resto, me refiero. Así no tienes que contarlo de nuevo.
Conocí a Tom el primer día de septiembre de hacía catorce años y tardé mucho tiempo en ver la sonrisa que esbozó en ese momento. Era algo sutil, como si sus comisuras reptaran sobre la piel, arrugándola y formando hoyuelos a su paso. Luchar contra esa sonrisa no era fácil, ¿eh? Mucho menos resistirse a ella. Era exasperante llevar veinte minutos ligándote a una chica y que el gesto de marras entrara en escena para mandarlo todo a la mierda; las dejaba tontas, a todas. No es que él quisiera echar por tierra mis posibilidades con el sexo opuesto, era algo que le salía natural. Tom conquistaba. Siempre.
Cuando Tom Ryddle te dedicaba esa expresión daba igual que tuvieras muy clara tu sexualidad, daba igual que le fueras fiel a la ropa interior femenina. Cuando lo hacía tú sentías algo raro, quisieras o no. Algo que te recorría la columna y te deshacía los huesos.
Traté de reprimir el escalofrío y aparté la vista para engancharla en las descomunales tetas de la camarera. Era una mujer de unos treinta años muy machacados, con arrugas que empezaban a invadirle la cara y brazos que prometían ser capaces de partir cuellos. Pero tetas, ¿sabes? Unas enormes y bamboleantes tetas que dejaba casi totalmente al descubierto con ese vestido.
—¡Rhonda! —Le hice un gesto a ese pecho que iba unido a una persona.
Ella se acercó con una sonrisa coqueta mal pintada de rojo, apoyada en una papada de aspecto blando y suave. Puso una mano sobre la mesa y se inclinó hacia mí, regalándome un primer plano de su interminable escote.
—¿Qué quieres ahora, E…?
—Manny —me apresuré a atajar. Mi nombre no me gustaba especialmente, no encajaba conmigo—. Quiero muchas cosas. Empecemos por otra Beck —hice un gesto con la cabeza, señalando mi jarra de cerveza vacía— y por información. ¿Sabes si Tony y Elric están en su casa? Antonin Dolohov y Elric Rosier, quiero decir —detallé.
Rhonda miró hacia el techo frunciendo el ceño, como si fuera capaz de ver a través de las paredes. Antonin —o Tony, como fue bautizado en el colegio por Rosier— y Elric tenían alquilada una vivienda en la tercera planta del lugar desde hacía bastante tiempo. Había una segunda planta, inmediata al bar, en la que vivía el dueño del Du Mort con su mujer imaginaria —con la que hablaba con frecuencia—, y una cuarta alquilada por otros magos. Rhonda compartía planta con Dolohov y Rosier, además de ser la encargada de recoger los trece shickles y cuatro knuts mensuales que costaba permanecer allí, y no parecía estar contenta por ello.
—No he visto a ese par de impresentables desde ayer por la noche. —Puso los brazos en jarras con enfado, toda ella bamboleándose—. ¿Sabes que intentaron pagarme el mes pasado con ropa de mujer llena de sangre? ¡Y no era de mi talla! A ese Elric Rosier debió de parecerle muy gracioso. —Negó con la cabeza. Estaba claro que para Rhonda no era en absoluto cómico—. No me gusta ese chico. El otro es un desastre pero al menos no es un escandaloso. Acabará mal, Manny, te lo digo yo…
—Seguro que sí —concedí—. ¿Y qué me dices de esa Beck?
Me sonrió con una ternura calenturienta. Podía no exudar atractivo por cada uno de mis poros, como Tom, pero mi cara de niño solía surtir efecto. Especialmente en mujeres de mediana edad pero, como le había dicho hacía un rato a mi compañero de cañas: «la vida no es justa».
—¿Qué tal va el trabajo? —le pregunté a Tom cuando volví a tener una jarra fría y burbujeante entre mis dedos.
—Pensé que preferías que esperáramos al resto —contestó con una perfecta sonrisa que ocultaba muy bien que mi interrupción anterior le había sentado como una patada en el culo.
Permaneció en silencio, mirándose las cutículas como si no le importara no hablar. Pero le importaba. Tom adoraba hablar y que lo escucharan, que tomaran en consideración sus ideas. Supongo que en parte era debido a haber estado viviendo en un orfanato muggle durante mucho tiempo. Un lugar en el que la gente, cuidadores y otros chavales, lo había evitado. Un lugar en el que sabían que había algo distinto en él pero no alcanzaban a comprender su genialidad.
Suspiré.
—Perdona. Estoy algo irascible por lo de Edith.
—Mildred —corrigió él, empeñado en sus cutículas.
—¿Mildred? ¿En serio? —Negué con la cabeza—. La cuestión es que estoy de luto.
—¿Cómo puedes estar triste de que muriera una mujer cuyo nombre ni siquiera recuerdas?
—No murió, Tom, os la cargasteis —apunté, no sin cierto rencor. ¡Mildred era especial! ¡Aunque tuviera un nombre espantoso e imposible de memorizar!
—No habría tenido que morir —se empecinó en disfrazar el hecho con mucha tranquilidad— si no le hubieras hablado de nosotros.
—Oh, vamos, ¡tenía que hacerlo! Ella era la indicada, ¡llevábamos juntos un montón de tiempo!
—Un mes no es un montón de tiempo, Manny, la eternidad es un montón de tiempo. Que el resto de tus conquistas no te haya durado más de dos semanas no quiere decir que cuando sobrepases esa infinitesimal etapa con alguna persona signifique algo. —Dio un largo sorbo de su cerveza y prosiguió con calma—: Además, tuve que pedírselo a Elric y a Antonin, la estúpida entró en pánico y salió huyendo. No podemos permitirnos que nadie hable de nosotros todavía.
Apoyé la cara contra la mesa pegajosa para dejar claro mi abatimiento.
—Solo quería a alguien especial —me quejé—. Alguien con el que compartir las cosas.
—Puedes compartirlas conmigo. —No estaba arrepentido de haber propiciado el asesinato de Edith. O Mildred. O el amor de mi vida, se llamara como se llamase. Pero Tom siempre había valorado mucho la lealtad entre nosotros cinco, bueno, en ese momento cuatro. Para él, a pesar de todo su insultante atractivo, era mucho más importante la Causa, nosotros, que cualquier mujer.
—Contigo no puedo compartir la polla.
Se rio por lo bajo, más con los hombros que con la voz. Seguí con la mejilla sobre esa superficie astillada y sucia incluso cuando escuché el escándalo. Antonin Dolohov y Elric Rosier habían llegado. No tenía que mirar para saber que fue el segundo el que le quitó sin permiso una silla a alguno de los clientes del tugurio y la arrastró por el local hasta colocarla a mi derecha, con el respaldo por delante. Tampoco para saber que la Guinness que acababa de aparecer en mi campo de visión era del primero.
—¿Y a este qué cojones le pasa? —ladró Elric a modo de saludo.
—No sé —respondió Antonin.
Hay una cosa que tienes que saber de ellos y es que es mejor que no sepas de ellos. Jamás. El primero era como una varita rota muy poderosa: nunca sabías por dónde saldría pero tenías claro que el resultado sería nefasto, peligroso y muy doloroso. El segundo era un tío que estaba vivo porque suicidarse le daba pereza. Literalmente.
—Está de luto —explicó Tom, con mofa.
Elric soltó una carcajada que retumbó en el local. Él no reía casi nunca, él daba dentelladas muy escandalosas en el aire. Solo parecía feliz —y ni siquiera era feliz, sino algo nervioso, ansioso y desequilibrado— cuando había violencia de por medio. Ese chico de veintisiete años se alimentaba casi a base de violencia. Bueno, violencia, alcohol y alihotsy, una planta venenosa cuyas raíces secaba y trituraba para esnifar con demasiada frecuencia.
Miré de reojo su mano temblorosa, que daba vueltas y más vueltas al relicario de plata envejecida que siempre llevaba al cuello. No sabía de dónde lo había sacado, lo tenía desde que me alcanzaba la memoria y, de todas formas, a Rosier era mejor no preguntarle mucho a menos que tuvieras ganas de recibir una respuesta demasiado gráfica para tu estómago.
Lo que sí sabía era que dentro de aquel colgante guardaba el polvo negruzco con el que se ensuciaba la nariz y que cuando lo toqueteaba quería decir o que estaba nervioso o que faltaba poco para que lo abriera y se dejara llevar por la droga.
—No te preocupes, Manny. —Su voz era como el sonido de la tela al rasgarse a trompicones. Y me había dicho que no me preocupara, así que había llegado la hora de hacerlo—. Tony y yo te hemos traído un regalo.
Dicho y hecho. Rebuscó en la bolsa de cuero apestoso que siempre llevaba Antonin y sacó lo que parecía una bola de periódico de tamaño considerable. La estampó al lado de mi cara. Fuera lo que fuera lo que contuviera, no sería bueno. De todos modos me incorporé y cogí el regalo: de no hacerlo probablemente hubiera despertado la ira de Rosier —que tenía un sueño muy ligero— y la escena hubiera acabado con nosotros siendo expulsados del bar por enésima vez.
Sopesé el objeto entre mis manos. Pesaba, también era inquietantemente caliente y gomoso. Tendría que haber adivinado lo que sería pero, en serio, por muchos años que pasaras con Elric Rosier era imposible predecir su comportamiento, solo podías atenerte a que sería mucho peor de lo que esperabas. Siempre.
—¿Pero qué coj…?
Un corazón. Debajo del papel de periódico, manchado de sangre en la cara interior, había un corazón. Uno que olía francamente mal y que tenía toda la pinta de ser humano. Volví a envolverlo y con cara de asco lo dejé sobre la mesa.
—Como estabas triste porque nos cargáramos a tu zorra, la hemos abierto en canal hace un rato para traerte esto. —Eso era lo bueno de Elric: nunca disfrazaba la verdad. Ella no había muerto, ellos se la habían cargado—. Si quieres el resto del cuerpo puedes venir a nuestro apartamento, lo tenemos en el armario de la sala de estar. Eso sí, te advierto que empieza a oler a mierda, ¿sabes a qué me refiero?
Sí, claro que sabía a qué se refería.
Antonin Dolohov sonrió mientras le daba un trago a la Guinness. Pocas cosas lo hacían sonreír, mucho menos reír, y Elric Rosier era una de ellas. Tony tenía tres años menos que él y uno menos que nosotros. Lo conocí cuando Rosier decidió, tras verlo siempre solo en la sala común, que el chico tenía madera. En ese momento no sabía qué tipo de madera pero si era una que convencía a ese psicópata no tenía muchas ganas de averiguarlo. Sin embargo resultó ser mucho mejor de lo esperado: un tipo que se aburría de vivir y que encontró en un demente esa chispa que a veces lo despertaba de su letargo de negatividad y cinismo —esto se notaba cuando hablaba, algo que no hacía con demasiada frecuencia—.
No me malinterpretes, los chicos me caían bien. Tom, aunque a veces fuera cansino, Antonin, aunque su excusa para fumar fuera un «así me muero antes», Elric, aunque su frase favorita fuera: «si el mundo te da la espalda, ponlo a cuatro patas y métesela por el culo». Incluso Wyot Mulciber, con sus estúpidas bromas que no le hacían gracia a nadie y con su altura mediocre y complexión fuerte totalmente desaparecidas.
—¿Se sabe algo de Wyot? —pregunté, empujando con el dorso de la mano el corazón de nuevo envuelto para alejarlo lo máximo posible de mi vista.
—De eso precisamente quería hablarte —contestó Tom.
—¿La localización de Wyot es lo que cambiará todo?
—No tengo ni idea de qué estáis diciendo y eso me empieza a tocar los cojones —advirtió Elric.
Tom juntó las manos, entrelazó los dedos y empezó a explicar. Podía ser muy cansino, pero al mismo tiempo conseguía atraparte. No sé si era por la inflexión de su voz o por las palabras que escogía, pero había algo mágico en la forma que tenía de expresar sus pensamientos.
—He encontrado a una mujer…
—Oh —interrumpió Antonin por lo bajo, con ironía.
—… que tiene la Copa de Hufflepuff y el Guardapelo de Slytherin —continuó Tom. Recibió otro «oh», esa vez mucho más sincero. Antonin Dolohov pensaba que era trágico, y por lo tanto interesante, el hecho de fragmentar el alma—. Fue cuando estaba cumpliendo un encargo para la tienda: Borgin quería recuperar algo que Burkes había vendido con anterioridad —hizo un gesto aburrido con la mano, como si estuviera acostumbrado a su tedioso trabajo—, así que me mandó a casa de Hepzibah Smith, que tuvo a bien, después de una extensa charla —«charla» es como llamaba Tom a «ligar», y «ligar» era para Tom encandilar a alguien para conseguir algo—, enseñarme lo que había ido a buscar, el guardapelo, y otra de sus reliquias familiares, la copa.
—¿Y qué tiene que ver Wyot con todo eso? —Nunca he destacado por mi paciencia, no. Darle vueltas a las cosas me ponía de los nervios.
—He descubierto dónde está. Me enteré por un rumor que había escuchado Hepzibah sobre un par de magos a los que habían encerrado en Canterbury.
—¿Qué prisión hay en ese pueblo de mierda? —inquirió Elric, manoseando con cada vez más ansiedad su colgante.
—No es ninguna prisión —Tom arrugó la nariz, lo que estaba a punto de decir le resultaba indignante—, es un psiquiátrico muggle.
—¿Perdón? —Antonin casi se atragantó con la bebida. Razón no le faltaba: aquello era absurdo. Wyot Mulciber llevaba ocho meses en paradero desconocido y resultaba que lo habían confinado en un estúpido hospital mental. Típico de él.
—Por lo que he averiguado hasta ahora, se emborracharon y se aparecieron en lugares aleatorios. Debieron de encontrar el atractivo de Canterbury porque decidieron quedarse ahí, bajarse los pantalones y dedicarse a mearse entre sí y, posteriormente, a los policías muggles.
—¿Se emborracharon? ¿Quiénes? —Wyot rara vez se bebía más de una cerveza porque decía que le impedía estudiar. Era el único de los presentes que había continuado haciéndolo y aunque no sabíamos bien a qué se dedicaba, teníamos claro que era algo relacionado con ingeniería mágica.
—¿Y para qué mierda tiene un mago varita? —apuntó Elric.
—Mulciber y Avery —me respondió Tom. Avery, joder. Cómo odiaba a Avery. Después se dirigió a Rosier—: No tengo ni la menor idea de qué ha pasado con sus varitas. Esto es lo único que sé.
—¿Y cuál es el plan?
—Vosotros tres vais a recogerlos mientras yo visito a la encantadora Hepzibah Smith.
Sí, eso era «lo que iba a cambiar las cosas». ¿Exagerado? Te entiendo. Aparentemente lo único que cambiaría sería que tendríamos a Mulciber de vuelta, además de al gilipollas de Avery, y que Tom dispondría de dos cacharros más para trocearse el alma y guardarla en ellos. Él decía que quería seis, siete contándolo a él, porque el siete era un número poderoso. Yo decía que como siguiera haciéndolo se le iba a acabar el chollo de ser una cara bonita. No me equivoqué, por cierto. Pero para él, el fin justificaba ya no solo los medios, sino las consecuencias.
La cuestión es que si Tom decía que eso iba a cambiar algo, aunque yo no fuera capaz de apreciarlo, eso cambiaría algo. De verdad, ese tío era alucinante, iba siempre cien pasos por delante de nosotros. Una vez incluso previó toda una partida de ajedrez con Elric con tanto acierto que este, iracundo, hizo estallar el tablero en mil pedazos. Rosier no era muy listo pero odiaba que los demás fueran conscientes de ello.
—Antonin, ¿cómo van las cosas en el mundo muggle?
Tony trabajaba en la imprenta más importante de todo Londres, en parte a petición de Tom, que creía necesario estar al tanto de lo que se cocía en él, y en parte porque le gustaba el trabajo físico que implicara pensar lo menos posible. No era como Elric, al que la droga y la vida de mierda que llevaba le habían podrido el cerebro. Antonin Dolohov era inteligente aunque le diera pereza demostrarlo, aunque le diera pereza incluso serlo. Decía que si tenía que hacer algo, quería que fuera algo mecánico, agónico y exasperante, como la vida. Eso parecía hacerlo feliz, o todo lo feliz que puede ser un tío que espera con ansia su propia muerte. Así que se dejaba la piel en esa nave industrial, entre impresiones de periódicos y otros panfletos, y volvía con su ropa y gran parte de su cuerpo llenos de tinta.
Si se lavara, algo que no hacía demasiado, quizá le hubiera costado menos sacarla.
Vestía como todos allí menos yo: mal. Aunque en su caso mal implicaba ropa muggle de obrero: pantalones demasiado grandes, demasiado ásperos, una camisa andrajosa con los puños remangados y un chaleco deshilachado que no hacía juego más que con su pelo arenoso y sucio por la gomina y la... la suciedad, en resumen.
Y hablando de pelo: Elric acababa de esnifar alihotsy y ya había sacado del bolsillo un peine para devolver a su sitio hasta al último cabello rubio. Era curioso como lo único que estaba en orden en la vida de Rosier era esa suave mata dorada.
—Psé. —«Psé», chasquidos de lengua y «no sé» conformaban gran parte del vocabulario de Dolohov—. Como siempre. Escasez de materias primas después de la guerra, propaganda sobre un gobierno aparentemente muy democrático y poco más. —Se encogió de hombros.
—Deberíamos matarlos a todos —sugirió Rosier, con una pierna hiperactiva por el chute moviéndose bajo la mesa. Sonrió, o lo que fuera que hacía con la boca que resultaba tan inquietante—. No merecen más. Matarlos a todos. Ese puede ser el plan, ¿me seguís? Sacamos a los dos imbéciles del manicomio y tú, Tom, robas esos trastos mientras tanto. Después los matamos. A todos.
—Será mejor que hablemos de esto en otro sitio. —Tom se incorporó y nos miró desde su metro ochenta y mucho de altura, instándonos a imitarlo—. Voy a pagar la cuenta y podemos subir después a vuestra… a eso que llamáis casa.
—Déjalo, yo invito.
Miré a Rosier como si lo viera por primera vez. Él gastándose dinero en algo que no fuera tóxico ya era raro, pero que pagara la cuenta del resto era inaudito. Entonces, cuando sacó una cartera que a todas luces no le pertenecía —era demasiado cara, demasiado nueva y estaba demasiado llena—, lo entendí: acababa de atracar a alguien. No es que no tuviera dinero: después de que su madre muriera a causa del cólera recibió una herencia que le hubiera permitido vivir con dignidad —cosa que no hacía— durante bastantes años; no, no era eso: es que prefería quitarle los galeones a otros. Verlos gritar, darles unos cuantos puñetazos y quién sabe qué más. Ya sabes. Elric Rosier en todo su esplendor.
Tom había hecho bien al poner trabas a la hora de denominar a aquella pocilga «casa». El lugar era pequeño, cosa que tampoco estaba mal: dos habitaciones y un salón-cocina. El baño lo compartían con el resto de la tercera planta, para desgracia de Rhonda y de los otros inquilinos. Tendrías que oler aquello después de que Dolohov pasara por ahí. Inhumano.
Ellos se apañaban en ese espacio, como he dicho. Antonin no llevaba a nadie nunca porque… bueno, porque nunca le interesaba nadie. Se rumoreaba que salió con una de Ravenclaw durante su estancia en Hogwarts y que la cosa había acabado mal. Para él: ella lo abandonó señalando que no tenía ambiciones y que era un coñazo. Podía ser muy señoritinga pero la chica tenía razón. La cuestión es que no parecía demasiado interesado en el sexo. Elric, sin embargo, sí que estaba interesado en las mujeres. Mejor dicho: en el coño de las mismas. Era de los que metían la polla, se corrían y se iban sin despedirse. De hecho rara vez llegaba a su casa: a él cualquier callejón mohoso le hacía el apaño.
No es por sonar quejica, pero de verdad que se me escapaba cómo conseguía bajar tantas bragas. Quiero decir, Rosier era guapo, supongo. Aceptablemente alto, espalda ancha, fuerte… Quizá el pelo rubio y los ojos azules le dieran puntos. Pero… ¿qué clase de ser humano querría estar cerca de él? Más cuando había presenciado su táctica de ligue: «mi polla está llamándote a gritos». A veces añadía un «preciosa», no siempre refiriéndose a la pobre chica —tenía en muy alta estima a su rabo—. No era lo que se dice un romántico, no.
Me miré en el espejo roto que había en la entrada. Me miré e intenté distinguirme, porque estaba lleno de mierda y de algo en una esquina que se parecía mucho a la sangre reseca. Ahí estaba yo, Manny, el «qué gracioso eres» para las mujeres —cuando había suerte era un «qué mono eres»—, el «¡por Salazar, haz algo con ese pelo!» para mi madre, el «eres demasiado alto para ser un maricón acojonado de mierda» de Rosier, el «qué pasa, chica» para Dolohov. Ahí los únicos que no ofendían mi honor eran Tom, al que le importaba poco o nada mi aspecto, y Wyot Mulciber, que cuando no estaba encerrado en un psiquiátrico muggle se dedicaba casi en exclusividad a enseñarme los cojones. Yo no me veía mal, vale que tenía unos rasgos poco… impactantes, vale que las pecas que me salían en verano reforzaban la idea de que parecía un crío, pero tenía una mirada buena. No azul, como la de Elric o Wyot, tampoco verde —bueno, roja— como la de Tom, pero no tenía del todo marrones los ojos. Eran más como el caramelo. ¡A todo el mundo le gusta el caramelo! Y eran grandes, para decir muchas cosas. Cosas para nada «monas», como se empeñaba en recalcar la parte femenina de mi vida —exceptuando a mi madre—.
La cuestión es que el tema del reducido espacio era lo único que no estaba mal allí. Para empezar, apestaba. Pero no como huele un vestuario masculino con una veintena de jugadores de quidditch sudados, tampoco como un pub irlandés infestado de hombres lobo —porque, nadie sabía explicar el motivo, eran fanáticos de los pubs irlandeses—. No. Eso olía a castigo por los pecados que habíamos cometido, cometeríamos y a los de por si acaso: sudor, humo, drogas, comida en mal estado y los únicos seres vivos capaces de compartir piso con ellos. Básicamente ratas y cucarachas.
El salón-cocina estaba enterrado bajo trozos de algo parecido a la carne —esperaba que animal—, ropa sucia, botellines de cerveza y colillas. Vi cómo Tom apartó unos calzoncillos con un trozo de cartón y cara de profundo asco para sentarse en el sofá de dos plazas rozando lo menos posible su superficie. Rosier se recostó a su lado sin contemplaciones, encima de un montón de tela manchada de Salazar sabía qué. Yo preferí ir hacia la pared del fondo y apoyarme en ella, junto a una ventana muy sucia por la que apenas se filtraban las luces del exterior.
—¿Qué haces, Tony? —pregunté cuando lo vi dirigirse hacia la cocina, varita en mano.
—Va a fregar y a coger unas cervezas —me explicó Elric sin siquiera tener que mirar a su compañero. Podían ser un desastre pero parecían saberse de memoria.
Antonin Dolohov nos ignoró pero, efectivamente, se enfrentó a la pila de platos sucios con la determinación de alguien muy obsesionado con la limpieza. La limpieza de los platos porque el resto del apartamento ya te he contado de qué guisa estaba.
Hacía ya muchos años que conocía a ese chico y todavía seguía sorprendiéndome. No como Elric Rosier, que al estar loco uno no sabía por dónde iba a salir, sino… La cosa es que era demasiado simple, ¿sabes? Absurdo de tan simple. «La vida es una mierda, pero mientras espero a morirme voy a hacer cosas ridículas para pasar el tiempo». Ese parecía ser su lema. A veces me daba por pensar que era rarito por su combinación sanguínea: un padre de Cork y una madre de Edimburgo que después se trasladaron a Manchester. Te puedes imaginar. Los escoceses no eran de fiar —¡hombres con falda!, ¡pollas al aire!—, los irlandeses eran unos vándalos y unos borrachos y… En fin, Manchester, qué os voy a contar.
Al contrario que Rosier, adoraba la música. Al otro le cabreaba porque decía que le impedía escucharse a sí mismo, pero él estaba convencido de que había magia en ella. Decía que era una de las pocas cosas por las que merecía levantarse de la cama cada mañana. Era adicto a un estilo que por aquellas todavía no estaba muy en auge, el jazz. Le gustaba todo eso de la improvisación, del ritmo en el caos y no sé qué cosas más. De hecho si querías entablar una conversación con Antonin Dolohov que implicara más que monosílabos tenía que ser o bien de música o bien de esos libros que leía. No me malinterpretes, yo adoraba la literatura: aunque en ese momento estuviera trabajando para Flourish y Blotts encuadernando libros, tenía previsto escribir los míos en un futuro. Pero te aseguro que a Tony no le gustaría ninguna de mis tramas. Para él una buena historia tenía que tener sangre y vísceras, cuanto más asquerosa, cuanto peor fuera el final, mejor que mejor.
—Entonces —retomé la conversación cuando Dolohov volvió con las cervezas de rigor—, ¿cuál es el plan? Más allá de lo básico. No creo que sea muy difícil entrar en un manicomio muggle, vale, pero ¿cómo vas a robar a Romilda?
—Hepzibah —corrigió Tom de forma mecánica, acostumbrado a mis patinazos con los nombres propios—. Tiene una elfina doméstica, una muy vieja. Sería posible confundirla para que pensara que ha sido ella la que lo ha hecho. Matarla, Manny —aclaró cuando puse cara de no seguir su hilo de pensamientos; matarla, claro, siempre matando a todo el mundo—. La cuestión es que ella vive en Hogsmeade, muy cerca de un cuartel de aurores, y si se resiste y da la alarma no estoy seguro de poder salir del lugar a tiempo: modificarle la memoria a una elfina es complicado y requiere paciencia; son seres poderosamente resistentes a la magia —aleccionó, en su salsa—. Necesito una distracción, algo que mantenga a la comunidad mágica alejada de la escena. También tendré que dejar el trabajo en Borgin y Burkes, por si acaso, y antes de ello he de resolver unas cuestiones.
—¿Distracción? —Elric Rosier se mordisqueó el labio inferior, ansioso—. ¡Matemos a un montón de muggles! Eso despistará a esos aurores de mierda y entonces…
—¿Y cómo vas a matarlos sin que te detengan y encierren? —inquirió Tom con cansancio.
Perecía haberle estado dando vueltas al asunto sin haber encontrado ninguna solución. Porque cuando Tom tenía un plan, te lo exponía con todo lujo de detalles —quisieras o no—, sin dar opción a réplicas por nuestra parte. Si estaba compartiendo la idea en bruto era porque necesitaba nuestra ayuda. Me removí en mi sitio, aún de pie apoyado en la pared. Quería demostrar algo, demostrárselo a él; quería que no pensara que estaba ahí por todos nuestros años de amistad, que creía en sus palabras.
Que creía en el cambio. En un mundo mejor. En Tom.
—Yo puedo matarlos —ofreció Antonin, la alegría hecha materia—. A mí no me importa que me encierren. Peor no va a ser.
—Tenemos que… —empecé. «Venga, Manny, demuestra que vales; ¿qué pasaría en una novela?».
—¿Cantar? —se mofó Rosier.
—Gilipollas. —Respiré hondo y, sin más, me vino—: Tenemos que hacer algo que para los muggles pueda considerarse un accidente, algo normal, pero que la comunidad mágica sospeche, que sienta que no encaja. Que los mantenga investigando. —Tom me miró, parecía interesado, ¡diez puntos para Slytherin, Manny!—. Algo que al principio ni siquiera se vea inusual, para que nos dé tiempo a prepararlo todo y no tengamos que salir corriendo.
—Sigo diciendo que matarlos de manera tradicional…
—¿Y qué propones, Manny? —Antonin, que ya iba por la tercera cerveza para demostrarnos a todos sus raíces irlandesas, parecía también ligeramente interesado. Tanto como para interrumpir a su amigo. Pensé que como siguieran así mi ego dejaría de caber en el apartamento—. Una enfermedad es demasiado lenta como para causar alerta entre los nuestros, además de que en el mundo muggle ya no hay tanta insalubridad. El cólera —Rosier se estremeció, probablemente por recordar que así era como había muerto su madre—, el tifus, la peste… Está superado.
—¿Y si contaminamos el agua? —Tom abrió mucho los ojos, sorprendido. Empezaba a tener ganas de besarme. Yo a mí mismo, no Tom a mí. Eso habría sido raro en ese momento—. ¡No! ¡No, esperad! —¡Por Circe! ¡Era un genio! Por mucho que mi padre dijera que tenía la cabeza llena de pájaros. ¡Chúpate esa, Cantankerus!—. ¡Lo tengo! ¿Qué hay en Inglaterra? ¿A qué están todos acostumbrados? ¿A qué se exponen siempre que salen a la calle?
—¿A la vida?
—¿Putas?
—No, Antonin, Elric. —Tom sonrió y el color rojizo de sus ojos pareció refulgir antes de aclarar—: A la niebla. Manny está pensando en utilizar la niebla. Es buena idea, me gusta. —¡A la mierda los puntos para Slytherin! Eso era infinitamente más gratificante—. Tendremos que investigar. Antonin, sigue recogiendo información en los periódicos; Manny, en unas semanas te encargaré que busques algunos ingredientes, tengo que pensar bien cómo hacerlo. Creo que lo mejor será una poción, filtrarla en alguna alcantarilla…
—¿Y en una chimenea? —Sugirió Dolohov—. Londres está infestado de fábricas.
—Sí, quizá sea posible. Tú podrías encargarte de entrar en esas fábricas. Lo pensaré.
—¿Y yo? —Rosier parecía finalmente ansioso. No iba a abrir en canal a nadie pero moriría gente y eso siempre le motivaba.
—Elric, tú explícame por qué hay un dedo —hizo un gesto paciente con la mano, señalándolo. Lo hizo con la mano derecha, esa que aún mantenía la marca de un anillo que había llevado durante sus últimos años en Hogwarts y que, repentinamente, dejó de usar— debajo del armario.
—El resto del cuerpo está dentro. Casi todo, al menos. Es de la zorra de Manny, aún no nos ha dado tiempo a esconderlo. —Se giró hacia mí para preguntar con deferencia—: Oye, ¿la quieres?
—No, no la quiero, gracias.
Tom soltó una carcajada. A veces se me escapaba si quería a Elric Rosier a nuestro lado porque era un duelista excepcional o porque su falta de escrúpulos le hacía gracia.
—Al final tendré que conseguir una boa para agilizar el asunto de los cadáveres.
Nos reímos todos con él, incluso Dolohov —las cervezas empezaban a hacerle efecto—. Una boa, ¿te imaginas? ¿Y qué haría con ella? ¿Se la colgaría al cuello y daría un golpe de Estado en el Ministerio como una diva?
—Por cierto —dijo, cuando se nos pasó la tontería. El ambiente estaba considerablemente más relajado: teníamos un plan, un objetivo y la idea de cómo verlo resuelto. Habría acción, para que Dolohov no se aburriera, muertes, para que Rosier se meara de la emoción, y se me había ocurrido a mí, para que me sintiera parte del proyecto—, tenemos que hablar sobre nosotros.
—¿Estás rompiendo conmigo? —Puse cara de damisela indignada—. Porque aquí el único que corta relaciones soy yo, tengo una reputación que mantener.
«Oh, Manny, qué mono eres». Sí, sí, pero yo era el que terminaba con todas. ¿Ves? ¿Qué hay de mono en eso? Era un rompecorazones.
—No exactamente. Necesitamos un nombre —explicó. Otra vez no, esa conversación de nuevo no—. Necesitamos ponernos de acuerdo con ello.
Dolohov chasqueó la lengua. Yo bufé. Incluso Rosier suspiró.
—Ya sabéis —continuó. Irguió todo lo posible la espalda, aún cuidándose de no tocar demasiado el sofá en el que permanecía sentado— que a mí me gustaría que fuera algo…
—Francés —cortó Elric—. Siempre francés.
—Ross tiene razón. —Antonin era el único que llamaba Ross a Rosier. Según tenía entendido así era como lo llamaba su madre y si cualquier otro que no fuera Dolohov osaba nombrarlo así… Bueno, creo que te haces una idea de lo que pasaría—. El anagrama que creaste en Hogwarts era francés —Tom arrugó la nariz: había insistido durante años en que nos refiriéramos a él como Voldemort y no había manera, no nos acostumbrábamos. Intentamos acortarlo pero Voldie lo sacaba de sus casillas—. ¿Qué significaba?
—El vuelo de la muerte…
—Exacto. La idea esa que se te ocurrió para estar en contacto, la Marca…
—Eso viene del latín —explicó Tom—. «Mors» significa muerte y «mordre» morder…
—En francés —atajó Antonin—. ¿Mangemort? ¿En serio? Ross ni siquiera puede pronunciarlo.
—Yo sigo diciendo que Caballeros de Walpurgis debería de tenerse en cuenta. —Me ignoraron. Siempre me ignoraban cuando sacaba el tema.
—¿Por qué no lo dejamos en nuestro idioma? —pidió Elric—. La gente tiene que saber quiénes somos sin necesidad de consultar un diccionario. Que se entienda de golpe.
—¿Mortífagos?
Tom nos miró, uno a uno. Mortífago. Comedor de muerte. Trágico, para Antonin; brutal, para Elric; relacionado con la conquista de la vida, para él. No estaba mal.
Mortífagos. Me encogí de hombros mientras asentía con la cabeza. Me gustaba.
Rosier puso las manos detrás de la cabeza y se recostó aún más contra el respaldo del sofá:
—Ha llegado la hora de que demostremos quiénes somos.
—Aún es pronto —intervino Tom. Una sonrisa de las suyas comenzó a reptarle por las mejillas. Tom ha sido muchas cosas: «el alumno más brillante de Hogwarts», para los profesores, «un hijo de puta tan loco como yo», para Elric, «el remedio para mi existencia», para Antonin, «Voldemort» y todo lo que ello implicaba, para el resto. Para mí, como te decía al principio, Tom siempre fue Tom. Fue el sueño, la idea, la iniciativa, la realidad. Fue el que nos mantuvo unidos, el que nos explicó todo lo que podríamos ser. Fueron las gafas con las que vi el mundo tal y como era por primera vez. Mi señor, mi ídolo, mi amigo. Tom—. Necesitamos ganar al tiempo. Cuando lo derrotemos, cuando no tengamos que preocuparnos por él, empezaremos a reformular el mundo.
»Seremos esos héroes que los nuestros necesitan. Los que los convenzan de que ha llegado la hora de dejar de ocultarse, de establecer un orden jerárquico lógico. Prevaleceremos por encima de aquellos que nos han oprimido y les enseñaremos de qué somos capaces. Creceremos, creceremos como nunca hemos hecho. Podremos experimentar con la magia libremente, sin tapujos, sin miedos, sin tabúes.
»Lo haremos porque es a lo que todo hombre aspira. Lo haremos para trascender.
»Nos volveremos inmortales. Infinitos.
No me acuerdo de olvidar ese momento, Libby.
El momento en el que nos despertamos de un sueño soñado entre el humo y las burbujas de la cerveza y nos dimos cuenta de que podíamos hacerlo realidad.
NOTAS
Un capítulo más y un epílogo. Eso será mi regalo, mi intento de agradecerte la aceptación, la confianza y esas Coca-Colas después de las horas infernales de Agencias de Información. A veces nos rendimos, a veces decidimos no conocer a gente nueva por temor a repetir la historia. A veces nos equivocamos.
Gracias a Angie («Oh, Angie, I still love you»), Iris y Zaira por su opinión, apoyo y paciencia. A Alberto, por las charlas interminables sobre dominación mundial, las ideas y esa manía de explicarse continuamente que tan bien le queda a Tom. Y también a Claru y Ella, porque sí. Vosotras, junto a la cumpleañera, sois la constatación de que me equivocaba.
A los demás: si has llegado hasta aquí, ¡felicidades! Sé que me he salido de mi línea habitual, de mis personajes habituales, para darle forma a una idea. Una sencilla, el principio de un movimiento, un descubrimiento y una pesadilla. Porque, ya sabéis, soy la de las tramas simples. Qué se le va a hacer.
Puede que os resulte extraña mi perspectiva de Tom Ryddle (Riddle en el original). Puede que no estéis de acuerdo conmigo. Pero yo, que sin la amistad de algunas personas no habría sido capaz ni de salir de mi casa, sé que para conquistar el mundo, para cambiarlo, para soñar, necesitamos a algunas personas. Pocas, pero especiales. Esos que sacan lo que llevamos dentro, que van a nuestro lado cuando intentamos ser infinitos.
Me gusta verlos así. Soñarlos así. Y, con un poco de suerte, a algunos de vosotros también os gustará.
Gracias por estar y por demostrármelo cuando podéis.