Enigmas del Corazón
1. Mudanza a la ciudad
Caminaba por la calle sin detenerse, la gente pasaba a su lado sin voltear a verlo. Era una sensación nueva para él. Estaba acostumbrado a que lo vieran, e incluso que murmuraran a su paso. No podía estar más agradecido por estar en aquella ciudad tan llena de gente. Apenas había visto un par de automóviles en su vida y en ese momento cerca de él podía contar más de una docena. Aquello le parecía fantástico, no se arrepentía de estar en esa gran ciudad.
Atravesó con un brinco un charco de agua, había estado lloviendo en la mañana y el cielo amenazaba con otra. Sin embargo eso lejos de preocuparle le parecía divertido, de hecho todo en la ciudad le estaba resultado más entretenido y mucho mejor.
Pronto estuvo frente a un viejo edificio y después de saludar frugalmente al hombre que estaba en recepción, subió rápidamente las escaleras, el pasamanos de bronce lucía reluciente, si bien era un edificio viejo, por dentro no lo parecía, estaba muy bien cuidado incluso podría decirse que era lujoso. Llegó ante la puerta del apartamento 3, sacó una llave de su bolsillo pero al tratar de darle vuelta se percató de que el cerrojo no estaba echado. Sonrió con resignación, abrió la puerta y escucho una voz que provenía desde algún lugar del amplio departamento.
–¿Eres tu hijo?
–Sí mamá –respondió con cierto fastidio.
–¿Pasa algo? –preguntó –te escucho enojado.
–Mamá, tú fuiste la primera en decir que la ciudad era mucho más peligrosa que el pueblo, y eres tú quien deja la puerta abierta.
–No estaba abierta –sonó la voz.
–No de par en par –señaló el muchacho mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba en el perchero que estaba al lado de la puerta –pero no tenía el cerrojo.
–Tampoco hay que preocuparse de más –dijo la voz.
–¿Estás en la cocina? –preguntó el hijo.
–Sí, ven, quiero que pruebes algo.
El muchacho sonrió, su madre no iba a cambiar nunca, siempre iba a ser despreocupada y algo temeraria, y él definitivamente tampoco quería que cambiara. Lo único que siempre le había agradado del pueblo era ver a su madre contenta. Entró a la cocina y miró a su madre que había dejado su marca por todo el lugar, había harina hasta debajo de los muebles. Nunca había averiguado como ella conseguía ensuciar todo así hiciera dos simples huevos estrellados.
–Prueba esto –le dijo su mamá estirando la mano con una cuchara llena de algún tipo de salsa.
El joven se acercó y probó lo que su madre le ofrecía.
–Sabe bien –comentó –¿Qué es todo esto?
–Pastelitos –contestó ella muy divertida.
–Eso puedo ver –mencionó él con un dejo de resignación–, más bien quiero saber para quien hiciste tantos, parece que quieres alimentar a un regimiento con ellos. ¿Es que acaso tengo que recordarte que solo somos tú y yo?
–No, no tienes que recordarme nada –dijo ella –y no, no son para nosotros.
–Ah ¿no?
–No –señaló la mujer –son un obsequio.
–¿Obsequio? –preguntó intrigado –¿Se puede saber para quién?
–Pues eso si es una sorpresa, el día de hoy tenemos una invitación.
–Espera –el muchacho se sentó en una silla que había en la cocina –pensé que no conocías a nadie en la ciudad.
–Ah, te equivocas.
–Nunca has mencionado que conozcas a alguien aquí –le refutó su hijo.
–Que nunca lo haya hecho no quiere decir que no conozca a alguien, porque si conozco, y desde hace mucho tiempo, antes de que tú nacieras.
–¿Por qué nunca he visto a nadie que te visite?
–Si los conoces, pero eras muy pequeño en aquel entonces, no lo recuerdas.
El joven se levantó de la silla y después miró inquisitivamente a su madre. Nunca le había parecido una desconocida, pero en ese momento la sonrisa y el brillo de sus ojos le indicaban que había muchas cosas sobre ella que estaban lejos de su conocimiento.
–¿También yo estoy invitado?
–¿Por qué lo preguntas? –inquirió su madre –¿es que acaso en un día has logrado conseguirte una novia en la ciudad?
–¡Mamá! –exclamó el muchacho un poco sonrojado.
–Sólo preguntaba –dijo ella muy divertida.
–No, no he conseguido nada –respondió él –, espero que esta noche no hables de mi vida amorosa con tus amigos.
–¿Me lo estás prohibiendo? –preguntó ella –Porque entonces estás cortando la mitad de temas de los que quería hablar con ellos.
El muchacho abrió la boca con indignación y su mamá comenzó a reír con fuerzas.
–¡Oh! No temas –continúo la mujer –¿es que acaso te he puesto en ridículo alguna vez?
–Pues…–vaciló el chico.
–Está bien, mejor no contestes –dijo ella con una gran sonrisa en la boca.
–Bueno voy a mi cuarto –mencionó él.
Se acercó a su mamá y le dio un beso en la mejilla. Después tomó un pastelito y se lo llevó a la boca.
–¡Uy! –dijo él –¿estás segura de querer llevar esto de regalo? Te aconsejaría que lo llevaras junto con remedio para el estómago.
–¡No seas grosero! –dijo su mamá riendo.
El muchacho se acabó el pastelito camino a su habitación. Todo allí era un caos, había cajas acumuladas unas sobre otras, y las que estaban abiertas parecía que algo había explotado dentro. Tomó una que estaba sobre la cama y empezó a acomodar lo que había dentro en diferentes cajones. El cuarto era amplio y estaba bien iluminado, algo que le gustaba a él. Desde la ventana alcanzaba a ver la calle, aunque su madre le había dicho que necesitaría cortinas, él pensaban que aunque las tuviera no las usaría nunca, siempre las mantendría abiertas.
El resto de la tarde la pasó acomodando lo que había dentro de las cajas, a media tarde la lluvia que había amenazado se soltó, primero con fuerza y después más tenue, las gotas salpicaban los vidrios de la ventana. El muchacho se asomó hacía la calle y vio como mucha gente corría a refugiarse por las inclemencias del tiempo. Él sólo sonrió, incluso la lluvia era más agradable allí.
Cuando sólo le quedaban por desempacar dos cajas se encontró con una caja llena de libros. La mitad de ellos eran nuevos, al menos para él, porque los habían adquirido antes de partir para la ciudad. Y pues la mayoría eran libros de segunda mano. Sin embargo el muchacho los había empacado con mucho cuidado y estaba repitiendo el mismo procedimiento en ese momento que los estaba desempacando, los abría podría decirse que hasta con cariño, los limpiaba con un paño suave y después los acomodaba en un librero que estaba a un lado de su viejo escritorio que había sido llevado desde el pueblo hasta la ciudad. Para cuando había terminado de acomodarlos, ya había oscurecido y había tenido que prender la luz de la habitación. Miró durante varios minutos el librero ya repleto de libros, se sentía feliz de estar allí, sabía que no se arrepentiría por la mudanza.
Su mamá llamó a la puerta y le hizo recordar del compromiso de esa noche, había pasado tanto tiempo ordenando su cuarto que se le había olvidado. Después de gritarle a través de la puerta que no tardaba en salir, entró al cuarto de baño para asearse y estar listo a tiempo. Poco tiempo después salió y se encontró con su madre quien usaba un exquisito vestido que no recordaba haber visto antes, ella se miraba al espejo y sonreía. El muchacho se sintió un poco intimidado, por segunda ocasión en tan sólo un día su propia madre le parecía alguien a quien no conocía.
–¡Ah! –exclamó su madre al verlo –no te vi. Vámonos que se nos hace tarde.
–¿Iremos caminando?
–Claro que no –dijo ella tomando la canastilla donde había acomodado los pastelillos que había hecho ese día –hace rato llegó el carro.
¿Carro? Se preguntó el joven, ¿desde cuándo tenían dinero para gastar en un carro de sitio?, sin embargo veía tan feliz a su madre que prefirió guardarse sus preguntas, tomó su chaqueta y siguió a su mamá hasta la entrada del edificio donde no había un carro de sitio sino un lujoso carro con chofer. Este abrió la puertezuela para que su madre subiera, él la siguió aumentando las preguntas a sus pensamientos.
El carro condujo por toda la ciudad, los altos edificios y los comercios dejaron de verse en el paisaje, de pronto vio que entraban en una zona residencial, donde hermosos jardines engalanaban las enormes mansiones que estaban apostadas una al lado de la otra, por más que pensaba no podía deducir a qué tipo de gente conocía su madre en esa parte de la ciudad.
El chofer giró el volante e ingresó el automóvil en una de las lujosas residencias, el joven miró los cuidados jardines adornados además de las diferentes flores por estatuas de mármol y algunas fuentes. El carro se detuvo frente a la puerta de entrada, tanto él como su madre bajaron del automóvil. Allí los recibió un mayordomo.
–Bienvenidos. Los esperan –dijo con mucha solemnidad.
Después los guío hasta un salón donde una pareja estaba sentada, la mujer al verlos se levantó y abrazó a su madre.
–Candy –exclamó ella –pensé que no volvería a verte.