Gracias por entrar a leer mi pequeña y humilde historia. Antes de empezar, quisiera aclarar algo, antes de que nadie se pueda asustar y todo el mundo pueda decidir qué hacer: la mayor parte de los protagonistas de la historia son OC, con algún que otro «cameo» de personajes ya conocidos. Por lo tanto, si no es lo que deseas, puedes simplemente cerrar la pestaña (o volver atrás) y aquí no ha pasado nada. Si no es el caso, adelante, espero que la historia sea de tu agrado.
Esta historia está basada en el videojuego de TCW Clone Wars Adventures (lamentablemente, no existe categoría para CWA en la sección Games, sino esta historia habría ido allí) es por este motivo por el que la protagonista es completamente original.
En cuanto al formato de la historia en sí, tan sólo pido disculpas por las horribles rayas horizontales que se encuentran cada dos por tres. Estas rayas no son más que espacios largos, separativos de escenas, que me he visto obligada a colocar, puesto que aquí no se pueden poner.
Finalmente, y para terminar, quisiera recordar algo extremadamente importante, y que nunca está de más: tanto Clone Wars Adventures como The Clone Wars son (aunque ambos estén cancelados) propiedad de LucasFilm Ltd y, por extensión, ambos pertenecen a The Walt Disney Company. Esta historia no es más que un entretenimiento sin ánimo de lucro.
Ahora sí, gracias por leer.
«El Jedi siente emoción como lo hacen los
demás, de acuerdo a sus especies. Un Jedi
aprende a confiar en sus sentimientos
pero no a ser dominado por ellos».
Mace Windu, La Guerra Hiperespacial Stark
1. Prólogo
Maniah persistía en mirar por la ventana, como si el paisaje exterior pudiera alejarla de la realidad que tenía en casa, la realidad que nunca quiso aceptar.
Miró al cielo. A pesar de que aún era de día, se distinguían las enormes lunas sobre Nabat. Maniah suspiró profundamente al contemplarlas. Después, observó la calle. Dos niñas pequeñas jugaban con una pelota.
La mayor había nacido con el gen lethan que ni ella ni su marido tenían, aunque eso no importaba demasiado, pues estaba más que demostrado que el color de la piel, en el caso de los twi'lek, no venía dado por la genética, y podían darse esos casos. Así era como la pequeña Miela, de ocho años, tenía la piel roja, tan roja como el queso neonan. La pequeña Krenia en cambio, de apenas tres años, había nacido con el gen tyrian, un gen parecido al lethan pero que hacía que la piel de la pequeña fuese más clara, de un color más bien rosado.
Aquél no era sino otro de los motivos por los cuales Maniah sentía una profunda desazón. Decían que ella también había sido tyrian. Otro motivo más para Dinek para mostrar su orgullo de padre.
— Pero —dijo al fin con voz apagada—, ¿de verdad os la tenéis que llevar, Maestra Jedi?
Le dio la espalda a la ventana y así se encontró cara a cara con la Jedi, sentada en un sillón. No se veía demasiado mayor, Maniah pensó que no debía ser mucho mayor que ella. Vestía ropas negras con capucha y, en el costado izquierdo de su cinturón, se veía una empuñadura plateada: un sable de luz, el arma distintiva de un Jedi.
— Es la voluntad de la Fuerza —respondió la Jedi.
Maniah la miró a los ojos. O, más bien, al pedazo de tela que cubría los ojos de la Jedi. Aquella intrusa —no podía llamarla de otro modo— no era humana, aunque lo pareciera, sino más bien una miraluka, una raza humanoide con ceguera de nacimiento, por lo que se cubrían los ojos vacíos por respeto a los demás. Se decía que aquellas personas lo veían todo pese a aquella discapacidad y que por eso la gran mayoría formaba parte de la Orden Jedi.
— Sí, la Fuerza, claro —resopló.
— No seas tan negativa, Maniah —Dinek estaba de pie bajo el umbral de la puerta. Su marido tenía la piel azul pálido y los ojos amarillos. «Los ojos de mi niña», pensó—. Piensa que es un gran honor tener otra vez una Jedi en la familia.
Sus lekku temblaron. «Otra vez. Cómo no».
Dinek Krynda se dirigió a la Jedi.
— Entonces, Maestra, ¿cuándo se van a ir? —Maniah apretó los dientes. Sus lekku volvieron a temblar. Dinek la miró un momento y sus lekku vibraron. Como todos los twi'lek, eran capaces de «hablar», si es que se le podía llamar así, a través del movimiento de sus lekku. Un lenguaje que muy pocas especies ajenas a la suya entendían—. ¿Mañana, verdad? Pronto oscurecerá. Y le aseguro que las noches en Ryloth no tienen nada que ver con el día.
«No, que se vaya», se dijo Maniah. «Que se vaya y que se encuentre con unos gutkurr. Y que la maten, así no se llevará a mi niña». Inmediatamente, sin embargo, se arrepintió de aquellos pensamientos. ¿Qué clase de persona era? ¿Cómo iba a educar así a sus niñas? Sí, a ambas. Porque lo que Maniah tenía claro es que iba a educar a las dos, Miela y Krenia, y no iba a permitir que se la llevase aquella bruja ciega.
Aquél no era, sin embargo, el pensamiento de Dinek. Él estaba muy orgulloso desde el mismo momento que, tras nacer, supieron que era sensible. «Esas malditas pruebas».
Obviamente, Dinek y la Jedi eran de la misma opinión.
— No, lo siento —respondió ella—. Debo irme ya. Debemos irnos ya.
«Debemos».
— Pero, ¿por qué?
— Maniah…
— No, Dinek —gruñó. No iba a hacerla callar—. ¿Por qué tiene que ser ella? ¿Por qué no otra?
La Jedi se puso en pie y se quitó la capucha. Tenía el pelo castaño claro, recogido en una trenza. Maniah se preguntó cómo podía hacerse aquel peinado si no podía ver. ¿Era cierto lo que decía la gente, que los miraluka sí veían pese a no tener ojos? Al llegar a su altura, la Jedi empezó a hablar.
— Créeme, Maniah… —se interrumpió— ¿Puedo llamarte así?
— No —masculló. La Jedi abrió ligeramente la boca en señal de sorpresa—. No —repitió Maniah, suavizando el tono—. Ni siquiera sabemos su nombre, como para permitirle que nos trate con tanta confianza.
«Y ni se te ocurra llamarme Maniah Krynda». Aquél era el nombre de su marido, sí, y el heredado por sus niñas, pero no el suyo.
— Vaya —murmuró la Jedi—. Lo siento, de verdad. Es culpa mía, a veces olvido que aunque nosotros ya sabemos los nombres de las personas cuyos hijos vamos a recoger, ellos no saben los nuestros —se lamentó. Maniah se cruzó de brazos, no sabía decir si aquella mujer era torpe, o despistada, o simplemente tonta. Probablemente todo. «Sí, vamos. Preséntate ahora, bonita», se dijo—. Mi nombre es Kue —la Jedi, en efecto, se presentó—, Buwasy Kue, Dama de la Orden Jedi, especializada en reclutar a nuestros más jóvenes miembros.
«Un poco tarde te presentas». Maniah abrió la boca para hablar, pero Dinek se adelantó.
— Y nosotros somos los Krynda —dijo, dando un par de pasos al frente—. Y como dije antes, es para nosotros un gran honor volver a tener a una Jedi en la familia.
Al parecer, para Buwasy Kue, Maniah dejó de ser importante, pues le dio la espalda inmediatamente. Se dirigió a Dinek.
— Antes ha mencionado lo mismo, señor Krynda —«y ahora es respetuosa»—, ¿a qué se refiere? —preguntó— ¿es que hay otros miembros en su familia entre nosotros?
«Oh no. Ahí va otra vez».
El pecho de Dinek se hinchó, como siempre hacía cuando hablaba orgulloso de sus ancestros.
— Somos descendientes de Jedi, Maestra Kue —soltó con una cierta arrogancia. Apenas la Jedi intrusa dejó escapar un «oh» que Dinek siguió hablando—. Somos descendientes de la gran Maestra Krenia Eyan, que vivió hace unos tres mil años.
Maniah puso los ojos en blanco.
— ¿En serio? —preguntó Buwasy Kue—. Con el debido respeto, señor Krynda… cuesta un poco de creer.
«Di que no lo son, por favor», pensó Maniah. «Dilo y me caerás bien, bruja».
— Oh, por favor, llámame Dinek —Maniah entrecerró los ojos—. Y sí, aunque le cueste creerlo, sí. Lo somos. Mi madre y su madre, es decir, mi abuela, que ambas se llamaban Krenia por cierto, y yo mismo y claro mis hijas también.
— Vaya —Buwasy Kue sonrió—. Por lo que veo ese nombre se repite bastante.
— ¡Ya lo creo! Pocas mujeres se llaman así.
Maniah asintió. En realidad, nunca había escuchado ese nombre hasta que conoció a su futura suegra.
La Jedi, por su parte, asintió.
— Me dijeron que significa «océano» —comentó Dinek—, ¿es cierto?
— Sí, así es.
— Un nombre poco apropiado para un mundo sin océanos —masculló Maniah, cruzándose de brazos. Se dio la vuelta y volvió a mirar a las pequeñas—. Pero así se llamaba Krenia Eyan y así se llaman más de la mitad de las mujeres de esta familia.
Se mordió el labio. Miela acababa de quitarle la pelota a Krenia pero ésta la recuperó fácilmente, atrayéndola hacia sí sin tocarla. Poderes de Jedi, sin duda.
Ver aquello le dolió en el alma.
— No, no lo es —respondió Dinek entonces—. Sé que es otro idioma, pero perdóneme si no recuerdo cuál —antes de que la Jedi Kue abriera siquiera la boca, Dinek continuó—. Aunque me imagino que usted si debe saberlo, sea la lengua que sea.
«Claro que lo sabe, sino no habría corroborado su significado». A veces Dinek parecía tonto.
— Del miralukés —respondió la Jedi, tranquilamente. Dinek se quedó con la boca abierta. Maniah también—. Es curioso…
— ¿No cree que es demasiada casualidad, pues, que tenga ese nombre? ¿Sabe por qué la maestra Krenia Eyan se llamaba así?
Maniah puso los ojos en blanco.
— No, señor Krynda, no lo sé —Kue se mostraba muy paciente. Demasiado paciente—. Lo siento.
Dinek sonrió orgulloso.
— Dicen los relatos que pasaron de generación en generación que la llamaron así su familia porque conocían a unos miraluka y —dudó— bueno… la verdad es que no sé mucho más.
Buwasy Kue sonrió levemente. Parecía más bien una sonrisa forzada.
— Bueno, señor Krynda, eso es imposible saberlo. Los Jedi entrenan desde pequeños y es imposible que… —se interrumpió al ver cómo Dinek abría la boca— …pero podría ser ése el motivo, señor Krynda. He conocido Jedi con nombres que poco o nada tenían que ver con sus respectivas lenguas maternas.
«¿Y a quién le importa?»
— Pero… —musitó. Quería hablar, necesitaba hablar.
Por desgracia, nadie le hacía caso.
— Y volviendo al tema inicial… ¿cómo saben que son descendientes suyos, Dinek?
Maniah suspiró. Definitivamente no, nadie le hacía caso. Así que miró a su esposo, a ver cómo reaccionaba. Dinek se enervaba muy fácilmente cuando alguien ponía en duda su linaje, por lo que sin duda debía estar haciendo un gran esfuerzo por mostrarse neutral. Ella prefirió seguir mirando a las niñas jugar. Ahora Miela alentaba a su pequeña hermana para que recuperase la pelota del mismo modo que antes, mientras un par de niños más les miraban y aplaudían.
Apartó la vista. Era demasiado doloroso.
— Créame, Maestra Kue: lo sabemos.
— Ya, pero…
Maniah intervino, suponiendo que su marido aguantaría poco.
— ¿Quiere tomar algo, Maestra Jedi? Perdóneme por no haberle ofrecido nada hasta ahora.
«No te ofrecí nada para ver si te ibas antes». Buwasy Kue negó con la cabeza.
— Oh, no, no se preocupe señora Krynda —sus lekku vibraron, molesta. Detestaba que la llamasen «Krynda»—. En realidad era una visita rápida. Ya nos vamos.
Aquello era demasiado.
— No.
Y sin decir nada más, abandonó la estancia.
El cielo anaranjado del atardecer se iba volviendo cada vez más oscuro conforme se iba haciendo de noche. Las temperaturas empezaron a descender, para alivio de Maniah.
Nunca podría acostumbrarse al calor de Ryloth. Era una twi'lek, sí, pero no era de Ryloth. Ella procedía de la gran capital, Coruscant, y la temperatura allí era, según ella, «normal» en comparación con la de Ryloth.
Suspiró profundamente y se dejó caer a la sombra de un gran árbol, dando un gran suspiro de alivio por la suerte que había tenido. En Ryloth prácticamente no había árboles dentro de las poblaciones, ya que las construcciones se hacían amuralladas (y, en ocasiones, medio subterráneas), para protegerse de las bestias salvajes, principalmente los gutkurr, que vivían allí donde había muchos árboles. Encontrar uno, pues, era un milagro. Y que no hubiera nadie, más aún, de ahí su suspiro.
Añoraba su hogar. Echaba de menos el bullicio de las calles, la red holo emitiendo a todas horas, los coches voladores por todas partes, las grandes vistas de la ciudad-planeta…
Hundió la cabeza entre las rodillas. Desde el apartamento que tenía en Coruscant antes de casarse se veía el Templo Jedi. En aquellos años le parecía majestuoso, pero ahora…
Escuchó pasos. No le resultaron familiares, así que dedujo que era la Jedi.
— ¿Por qué ella? —preguntó.
— Sé que es doloroso —hizo una pausa, como si esperase que Maniah dijese algo, pero como no fue así, Buwasy Kue prosiguió—. Pero es por un bien mejor: su hija será una defensora de la paz.
— ¿Eso será? —Maniah alzó un poco la cabeza, pero la hundió de nuevo. Sus lekku vibraban sin cesar. Tenía ganas de llorar—. ¿Y qué hay de mí? Yo no quiero.
La Jedi se sentó a su lado.
— Las personas debemos ser fuertes y aceptar los caminos de… —titubeó, como si hubiese querido decir algo, algo que probablemente Maniah no entendería—. Aceptar nuestros destinos.
Maniah resopló. «No soy tan tonta».
— ¿Eso que vosotros llamáis la Fuerza?
Desde pequeña, en Coruscant, había oído decir eso de «la Fuerza». Incluso alguna vez, con sus amigos de infancia, había jugado a que eran Jedi y más de una vez habían dicho esa palabra, aunque la asociaban más a la fuerza bruta que a otra cosa.
Buwasy Kue no hizo ningún comentario, ni preguntó cómo lo sabía. Simplemente esbozó una sonrisa y apoyó una mano en su hombro, en señal amistosa. Sin saber muy bien por qué, Maniah sintió una gran calma interior.
— Ya sé que no es fácil, Maniah —le dijo. La aludida ni se dio cuenta de que la volvía a llamar por su nombre de pila—. Pero sé que tú más que otros lo puedes comprender, más que Dinek.
— Dinek es un presumido —farfulló Maniah—. Habla mucho de su familia, y eso no me gusta… Maestra Jedi, dígame que no es verdad.
— ¿El qué?
— Dígame que los Krynda no descienden de Krenia Eyan, por favor.
Buwasy Kue no respondió.
— Lo siento, Maniah —dijo al fin. «No…»—. Tengo que llevarme a Krenia.
— No. No, por favor —suplicó—. No se la lleve, es mi niña, por favor.
No quería llorar. Y menos delante de aquella intrusa.
— Maniah —Kue volvió a apoyar una mano en su hombro. Si bien en aquella ocasión volvió a sentirse en paz, no pudo evitar que débiles lágrimas resbalasen por sus mejillas. Por no hablar de los lekku—. Si no lo hacemos podría resultar un peligro.
Maniah no dijo nada, pero aquella última frase le afectó. ¿Su pequeña, un peligro? ¿Cómo podía ser un peligro? «Si educo a mi niña correctamente, no tiene por qué pasar nada».
Buwasy Kue suspiró, como si pudiera leerle la mente.
— Ya has visto los poderes que tiene, ¿no? —Maniah apartó la mirada—. Todos los niños de su edad, los sensibles a la Fuerza quiero decir, tienen esos mismos poderes.
— Pero…
Buwasy no le dejó hablar.
— Ahora pueden resultar divertidos: mover una pequeñita piedra, atraer una pelota… pero imagínate lo que podría pasar después si no se la preparase.
— Pero… —Buwasy negó con la cabeza—. Pero y si yo…
— No, Maniah. Piensa que si yo ahora no me llevo a la pequeña Krenia, un día en vez de mí vendrá otra persona, y otro día otra, y otro día otra, hasta que llegue un día en que venga alguien indeseable —«no más que tú»—. Alguien que maneja… el mal.
Maniah abrió la boca levemente.
— No dejaré que eso suceda.
— ¿Y cómo podrás hacerlo, cuando llegue el día que tu propia hija podría sea capaz de golpearte sin tocarte?
— No, eso nunca. Nunca haría daño a su madre.
Eso era una locura.
— No ahora. Pero sin el entrenamiento adecuado… podría acabar usando artes maléficas y no tener ningún remordimiento a la hora de acabar contigo, con tu marido o con tu otra hija.
Maniah sintió que palidecía. Uno de los pocos gestos parecidos a los humanos, pues por lo general esos gestos eran sustituidos por diversos movimientos de los lekku. Estos últimos se habían quedado completamente tiesos, que era lo que les sucedía a los twi'lek cuando palidecían.
— Krenia y Miela… —«eso no», se dijo— Miela y Krenia…
— Tómate el tiempo que necesites, Maniah —la Jedi se puso en pie, con calma—. No me iré hasta que tomes una decisión.
— Diga lo que diga, te la llevarás igual.
Miela tenía una pataleta. La niña chillaba intentando que le hicieran caso. Usaba su lengua natal, el twi'leki, pero aún así ni siquiera su madre la acababa de comprender. Pero por una vez, Maniah no hacía nada para hacerla callar.
Como si se tratase de una mujer cualquiera, una simple invitada, la Jedi Buwasy Kue aplaudía con alegría a la pequeña Krenia, cada vez que ésta atraía de nuevo la pelota, esta vez dentro de casa. Tanto Maniah como su marido observaban y reían junto a la pequeña, mientras Miela miraba apartada en un rincón.
Y como nadie le había hecho caso, al final la niña empezó a gritar.
— No hay ninguna duda —exclamó Buwasy Kue, con una amplia sonrisa, ignorando los chillidos de Miela—: la Fuerza está muy presente en la chiquilla.
— No es para menos —comentó su padre, orgulloso.
Maniah no dijo nada. En vez de eso, miró a Miela, quien seguía armando un buen escándalo. Pero tampoco dijo nada.
De repente, se dio cuenta de la verdadera naturaleza de la pataleta. Aunque todo el mundo hiciera caso a Krenia y no a Miela, la mayor siempre estaba feliz. Y que de repente cambiase y empezase a llorar sólo podía tener una explicación. «Sabe que esta mujer va a llevarse a su hermana… Los niños son tan listos…»
— Ven, Miela —le hizo un ademán—. Ven, Miela. Ven a jugar con tu hermanita —«ven a decirle adiós»—, nos lo estamos pasando muy bien, sólo faltas tú.
Miela se sorbió los mocos. Seguía llorando, pero ya no gritaba. «Qué lista es», pensó su madre. «Y sin ser sensible a la Fuerza».
— No debes llorar, pequeña Miela —dijo la Jedi, sin apartar la «vista» de Krenia.
Había usado el idioma twi'leki. Maniah cruzó la mirada con Dinek. A juzgar por la expresión de su marido, él tampoco se esperaba que la miraluka hablase twi'leki.
Miela se agarró a la pierna de su madre. A ésta no le importó que le dejase el pantalón repleto de lágrimas y mocos. ¿Cómo iba a importarle, si era su propia hija?
— Mami, no quiero que se vaya.
Maniah no supo qué decir a su hija. Quería decirle «tranquila, eso no pasará, Krenia no se irá», pero no fue capaz. Porque sabía que, por más que lo negase, la Jedi Buwasy Kue se la llevaría sí o sí.
Era cuestión de tiempo.
— No estés triste, pequeña —dijo entonces la Jedi—. Tu hermanita irá a un lugar mejor.
Maniah parpadeó y Miela rompió a llorar. Dinek se mostró bastante sorprendido ante aquella respuesta, pero no dijo nada. Krenia seguía jugando, ajena.
«Los Jedi no tienen sentimientos», pensó Maniah. «Y no quiero que Krenia no tenga sentimientos».
A fuerza de insistir, Dinek consiguió que la Jedi Buwasy Kue accediera finalmente a pasar la noche allí. Un rato después de la cena, Maniah estaba fregando los cacharros cuando escuchó a la Jedi acercarse.
— ¿Puedo ayudar? —preguntó. Maniah no respondió, simplemente se encogió de hombros. Buwasy Kue se arremangó su traje negro y empezó a enjuagar los platos previamente enjabonados—. ¿Tu marido no te ayuda?
Maniah resopló.
— Dinek es un gran hombre para el pueblo, no tiene tiempo para estas cosas —no tenía ganas de mantener una conversación sobre eso, así que cambió de tema—. Lo de antes no estuvo bien.
Buwasy Kue se tomó unos segundos antes de responder.
— He oído que es el gobernador de Nabat, ¿no? —«no quiere cambiar de tema». Pese a todo, asintió: su marido, Dinek Krynda, era un político muy cercano a su pueblo, pero sin ambición; por aquel motivo, Dinek jamás salió de Nabat en busca de algo más, pero por aquel mismo motivo, el pueblo de Nabat le elegía legislatura tras legislatura—. Pero eso no quiere decir que no pueda ayudar, los Jedi por ejemplo, nos enseñan a defender a los demás y a luchar por la paz, pero al mismo tiempo nos enseñan limpieza e higiene —Maniah abrió la boca pero no emitió sonido alguno. En realidad tampoco se le ocurría algo qué decir—. Todos los Jedi se arreglan la ropa, limpian, son pulcros, saben cocinar…
Después de aquello, la Jedi volvió a intervenir, preguntando entonces a qué se refería Maniah con lo de «lo de antes no estuvo bien».
Antes de responder, Maniah puso los ojos en blanco. «A ver cómo se lo digo para que lo entienda».
— Ya sé que no tenéis sentimientos —no quería empezar diciendo eso, pero no pudo evitarlo—, pero los demás sí. Y lo que dijo que Krenia irá a un lugar mejor estuvo fuera de lugar.
— Oh. Vaya, lo siento.
— Hizo llorar a Miela, Maestra Jedi.
— No, eso no es verdad —Maniah entornó los ojos—. No es verdad —repitió— y lo sabe.
«Imposible discutir con esta bruja», pensó. Decidió volver a cambiar de tema.
— ¿Cómo pueden ustedes… los…?
— ¿Los miraluka?
— Sí, eso —se tomó un tiempo para continuar. «Sabe lo que voy a preguntar, espero que no le siente mal»—. ¿Cómo pueden ustedes los miraluka ver si no tienen ojos?
Buwasy sonrió.
— La Fuerza nos guía —respondió—. Tú no eres rylothiana, ¿verdad?
El súbito cambio de tema le pilló a Maniah tan de improviso que no se dio cuenta del agua que le caía por el brazo.
— ¿Maniah?
La aludida parpadeó, volviendo en sí. Se secó el brazo y le cedió a Buwasy el último plato.
— El último —le dijo, la Jedi asintió y, con una sonrisa, lo enjuagó—. No, soy coruscanti. ¿Cómo lo ha sabido? ¿La Fuerza o algo así?
— No —ambas mujeres se apartaron del fregadero, pero continuaron en la cocina—. Fue por lógica.
— ¿Lógica?
La Jedi asintió.
— Sí. Primero porque ya sabía bien sobre la Fuerza, ya lo había oído, y eso es más probable que sea si se es de un mundo en el que los Jedi son más presentes, como la propia capital. A parte, no tiene acento, acento twi'lek. Acento rylothiano, quiero decir. En realidad tampoco es que tenga mucho acento coruscanti, pero definitivamente no de aquí.
Maniah tuvo que reconocer que se había quedado bastante sorprendida ante la perorata de su interlocutora. Durante unos instantes, no supo qué decir. Finalmente, recordando su vida en Coruscant, suspiró.
— Coruscant es mi hogar —suspiró de nuevo—. Vine a Ryloth sólo por Dinek.
— Tuvo que ser duro.
Maniah asintió. Lo era. En Coruscant había dejado atrás a su familia, a sus amigos, y también su empleo, un trabajo de recepcionista por el que cobraba muy poco, pero que no hubiera dejado por nada.
— Lo fue, pero me acostumbré —«será una bruja, pero al menos es cercana… o lo hace ver». De todas formas, necesitaba a alguien con quien hablar, y la Jedi parecía dispuesta a escucharla—. Cuando era pequeña soñaba con ser Jedi porque eran, para mí, unos héroes, con lo que siempre estaba con mis amigos jugando a que éramos Jedi. —Buwasy sonrió, orgullosa—. Conforme fui creciendo, dejé de tenerles… de teneros —se corrigió— como una especie de dioses, pero sí sabía que eráis gente de confianza.
— ¿Y hoy no?
Maniah pasó por alto la pregunta.
— Después me independicé y, desde mi nuevo apartamento se veía el Templo Jedi. Enorme, majestuoso, me gustaba contemplarlo. Cuando me sentía alicaída, triste, bastaba una mirada al Templo para sentirme en paz, para…
Se calló. Se sentía estúpida.
— No te sientas mal por ello, Maniah —la aludida arqueó una ceja. «¿Cómo sabe cómo me siento?»—. Es la Fuerza que influye en los demás. Y más si es un lugar que concentra tantos y tantos usuarios de la Fuerza. Lo siento —añadió después—, te he interrumpido. Por favor, continúa.
— No me has interrumpido —pese a ello, prosiguió—. Llegué a tener un par de novios, mi padre no llegó a conocer el segundo, murió antes.
«Ah, que tonta. ¿Para qué le digo esto?» Pensó en sus padres, les echaba de menos.
— Lo siento.
— Después conocí a Dinek y, bueno, aquí estoy.
— Vaya. ¿Y qué pasó con tu madre, Maniah?
— Una grave y larga enfermedad se la llevó un par de semanas antes de mi boda —tragó saliva. Aquél era uno de los peores recuerdos de su vida.
— Lo siento —repitió la Jedi, como un autómata.
«Sin sentimientos». Le dio la espalda, dispuesta a regresar con los suyos.
Pero cuando estaba a punto de cruzar la puerta, la Jedi Buwasy Kue intervino, con voz tranquila.
— Tu madre se llamaba Miela, ¿verdad? —Maniah se detuvo, pero ni se dio la vuelta ni mucho menos dijo nada. Pensó en su madre y lo unida que había estado a ella—. Y como tuvisteis una niña, fue un bonito homenaje.
Maniah asintió levemente. Caminó de nuevo, pero la Jedi volvió a intervenir.
— Los Jedi sentimos la misma emoción que el resto de los civiles, Maniah. No es que seamos droides, es que aprendemos a controlar nuestros sentimientos. Ya sé que lo de antes no estuvo bien, que estuvo fuera de lugar—Maniah, ahora sí, se dio la vuelta y se cruzó de brazos—. Pero tampoco era mentira. Y créeme cuando te digo que sí tengo sentimientos, y que tu hija los tendrá también.
«Krenia».
Como la noche anterior, Miela tenía una pataleta. Y en aquella ocasión le dio cuando su madre le dijo, durante el desayuno, que su hermanita se marchaba a Coruscant. Nuevamente, igual que durante la noche anterior, nadie le hacía caso.
Maniah llevaba en brazos a Krenia, quien observaba con los ojos muy abiertos la nave Jedi que Buwasy Kue había utilizado para viajar hasta Ryloth. Su madre le había puesto un vestidito azul marino (que antes había pertenecido a su hermana), y le puso zapatitos y cintas en los lekku a juego con el mismo. «Océano», se había dicho. También le dio una muñeca, su favorita, para que no se sintiera sola durante el viaje.
Era duro, pero al final recapacitó: Krenia Krynda tenía que ser una Jedi, era lo mejor. Luego lloraría mucho, lo sabía, y sufriría por ello toda su vida, pero era lo mejor.
— Bueno, pues ya está todo listo —dijo Buwasy Kue. Alargó los brazos hacia Maniah. Sin decir una palabra, ésta le dio a la pequeña. Al soltarla, sintió una profunda pena—. Estará bien, Maniah, ya lo verás.
Dinek asintió, orgulloso.
— Una nueva Maestra Krenia —exclamó.
Maniah hizo caso omiso a su marido. En vez de eso, se dirigió a Miela.
— Vamos, deja de llorar, tesoro —por toda respuesta, la niña chilló—. ¿Así le vas a decir adiós? ¿Quieres que tu hermanita te recuerde como una llorona?
Krenia nunca sabría que tenía una hermana, nunca lo recordaría, pero era mejor decirle aquello a Miela. Ya aprendería con el tiempo que su hermanita la habría olvidado.
Entre lágrimas, Miela susurró una despedida en twi'leki. Krenia, mucho más alegre, se despidió con la mano.
— Muchísimas gracias por vuestra hospitalidad.
— A ti, Maestra Jedi —respondió Dinek—. Ha sido un honor.
— El honor es mío.
Maniah puso los ojos en blanco. «Por todas la estrellas…»
— Cuídese, Maestra Jedi —se inclinó a Krenia—. Cuídate tú también, mi niña.
Le dio un beso en la mejilla. Por toda respuesta, Krenia se rió.
Segundos después, la nave se elevó en el aire. Poco a poco, más y más alto, hasta que finalmente se perdió de vista.
— Adiós…
- o - o - o -
Una vez el ordenador de vuelo calculó las coordenadas correctas para Mon Gazza, Buwasy Kue accionó la palanca que hizo que la nave saltase hacia el hiperespacio.
El planeta Ryloth se encontraba casi al final del corredor corelliano, una de las más importantes rutas comerciales conocidas hasta ese momento. Eso implicaba que la distancia entre Ryloth y Coruscant era extremadamente larga y tardaría bastante en regresar.
El viaje de ida lo había realizado en poco más de siete horas sin detenerse, pasando la mayor parte del tiempo meditando. La nave tenía combustible con capacidad para, aproximadamente, diez horas de viaje en total, lo que significaba que no llegaría hasta Coruscant. Fue por aquel motivo que Buwasy Kue indicó al ordenador que calculase las coordenadas para el planeta Mon Gazza, que se encontraba a dos horas de distancia.
«No sería una mala idea empezar a llevar en la nave a un droide», se dijo. Los pequeños astromecánicos eran ideales para los viajes hiperespaciales: ayudaban a mantener la nave a punto, podían controlar a todo momento el estado de vuelo y, además, eran capaces de calcular las coordenadas muchísimo más rápido que de forma manual. «A ver si esta vez pido uno en el Templo». Siempre se decía lo mismo, pero siempre se acababa olvidando.
En cuanto al viaje de vuelta, en realidad podría detenerse en el planeta Christopshis, mucho más importante que Mon Gazza, y que además se encontraba entre éste y Ryloth, pero prefería acudir a un lugar más tranquilo, donde poca gente acudiera a ella al verla. «La última vez que me detuve en un planeta importante, tardé tres días en despegar de nuevo», se dijo. No le importaba que la gente pidiera ayuda, es más estaba encantada de ayudar a los civiles, pero no quería perder tiempo cuando llevaba consigo a casi bebés.
«Tendré que ir a Christophsis en breve, después de todo». Según la información contenida en los holocrones, en Christophsis había contabilizados en ese momento hasta cuatro niños sensibles a la Fuerza, aunque sólo uno de ellos (una niña, en realidad) había alcanzado la edad adecuada. Buwasy iría a buscarla tan pronto como pudiera. «Pero no hoy», suspiró. «Los Krynda me han hecho pasar la noche con ellos, a saber qué me harían los Eldon. No puedo hacer esperar a la pequeña Krenia».
De modo que se detendría más allá de Christopshis, en Mon Gazza. Allí repostaría y contactaría con el Consejo Jedi, como siempre hacía cada vez que traía un niño nuevo. Además, ¿por qué no? Siempre podía dar un pequeño paseo con la niña, antes de que ésta fuese internada en el Templo.
Abandonó el puente y se dirigió a la sala principal. Allí percibió nítidamente, como si realmente viera, a la pequeña. Estaba sentada en el suelo, jugando con la muñeca que le había dado su madre. La niña balbuceaba palabras en su lengua materna mientras, entre risas, movía la muñeca. Buwasy Kue no pudo evitar sonreír. ¿Quién podría imaginar que una niña como ésa podría convertirse algún día en una Guardiana de la Paz?
Pero lo sería, seguro que sí.
— ¿Puedo unirme a tus juegos, Krenia? —le preguntó en twi'leki, sentándose a su lado.
La niña se encogió de hombros.
— Vale —respondió.
Y así, como si fuera una mujer normal y corriente, Buwasy Kue jugó con la pequeña Krenia Krynda. Era algo que siempre hacía y que nunca dejaría de hacerlo, los pequeños necesitaban eso. Los Jedi controlaban sus sentimientos y no tenían lazos afectivos con nadie, ni siquiera con otros miembros de la Orden, pero Buwasy creía que, al menos, esos pequeños necesitaban a alguien que les sirviera de apoyo, alguien que no fuese sus maestros o sus compañeros de clan.
Cada vez que mencionaba esas ideas a su antiguo maestro, que era un miembro destacado del Consejo Jedi, éste le pegaba un alarido, pero a ella no le importaba. Además, los niños le encantaban. Eran tiernos e inocentes, y no actuaban movidos por disputas entre especies; ellos sólo jugaban. Hubo una ocasión en la que tuvo que recoger dos niños en Mon Calamari. Uno de ellos era mon calamari y el otro quarren, y ambas familias se detestaban, pero las dos vivían cerca y Buwasy Kue no quería perder el tiempo yendo en días distintos a recogerles. Obviamente, y como esperaba, hubo discusiones y altercados, pero ambos pequeños se pusieron a jugar juntos como si nada, y así Buwasy convenció a las familias para llevarse a los niños.
«De todas formas, ninguno de ellos superó las pruebas del Iniciado, pero si no me equivoco siguen siendo muy buenos amigos en los Campos Agrícolas de Taanab».
Siguió jugando con Krenia, hasta que escuchó el sonido que la avisaba de que iba a llegar pronto a su destino.
Por la irrisoria cantidad de dieciséis créditos, un amable nikto y su equipo de droides llenaron el depósito de la nave. Una vez la nave estuvo nuevamente lista, Buwasy Kue se llevó a Krenia Krynda a dar una vuelta. Sería la última vez que la pequeña vería el mundo exterior, ya que una vez llegasen al Templo no saldría de él hasta que llegase el día de su visita a Ilum. E incluso después de eso, aún tardaría como mínimo otro año más en convertirse en Padawan y, así, empezar a viajar por toda la galaxia.
Tenía que aprovecharlo.
El planeta Mon Gazza se dedicaba sobre todo a la explotación e importación de especias, aunque también eran conocidos por su participación en las populares —y peligrosas— carreras de vainas. Por todas partes se veían puestos en lo que se vendían todo tipo de especias, de todos los colores y todos los olores. Buwasy no distinguía realmente los colores, pero sabía cuál era cuál por las distintas energías que éstos emanaban, algo que ni siquiera el gran Maestro Yoda era capaz de percibir. Sólo un miraluka como ella.
— Oh —decía Krenia cada vez que veía una cosa nueva—. ¡Oh, mira! ¡Mira!
Buwasy sonrió.
— Ya lo veo, Krenia, ya lo veo.
Hacía mucho tiempo que Buwasy Kue no hablaba la lengua de los twi'lek, de modo que era la oportunidad perfecta para practicarla. Durante el paseo, pues, Buwasy habló —con quien le dirigiera la palabra primero— en twi'leki, y no dejó de responder a todas y cada una de las tonterías que la niña que llevaba en brazos decía.
Tras un largo paseo de casi una hora, Buwasy se detuvo en mitad de una avenida. Se concentró, calculando no sólo dónde estaba, sino también dónde se encontraba su nave. Cuando se relajó descubrió que Krenia Krynda intentaba imitarla.
— ¿Qué haces, pequeña? —le dijo, con una sonrisa.
La niña se rió. De repente, se puso seria (todo lo seria que podía ponerse una criatura de tres años) y exclamó:
— No tienes ojos.
— Y tú no tienes pelo.
— Oh —y sujetándose los lekku con ambas manos, se echó a reír—. Hambre —añadió después.
Buwasy volvió a sonreír, no podía evitarlo.
— Lo sé —ya hacía rato que lo había notado. Aún faltaba para la hora de comer, pero no pasaba nada si por una vez le permitía a la niña un pequeño capricho—. Y por eso entraremos allí y compraremos unos dulces.
Krenia asintió.
— Vale. Pero no sabes dónde es, porque no tienes ojos.
La pequeña Krenia Krynda se mostró indignada. Buwasy hizo un gran esfuerzo por no reírse otra vez. Era una niña realmente divertida.
— Entonces llévame tú —la dejó en el suelo. Sintió como la niña parpadeaba, confundida—. ¿O es que no sabes caminar?
— Sí sé —se irguió, muy digna, y echó a andar—. No tienes ojos —insistió.
Buwasy Kue se encogió de hombros.
— Y tú no tienes pelo —repitió, siguiéndola.
— ¿Y mami?
Buwasy Kue llevaba horas dudando acerca de cuándo Krenia preguntaría por su madre. O por su padre, o por su hermana, quien sabe. En los casi cuarenta y cinco años que tenía de experiencia como Reclutadora (bastantes más de lo que aparentaba), casi todos los niños aceptaban su destino, y se marchaban felices pese a la tristeza de sus familias. Bajo el punto de vista de Buwasy, era porque los pequeños sentían que la Fuerza (sin saber realmente qué era la Fuerza) les empujaba a seguir ese camino. Y Krenia no había sido una excepción. Buwasy Kue estaba muy orgullosa por ello.
El problema venía ahora. Si bien la mayoría se mostraba feliz, más de la mitad de aquellos niños que se despedían alegremente después preguntaban por sus familiares y se echaban a llorar al saber que ya no estarían más con ellos. Pasado el tiempo, obvio, les olvidaban, pero siempre quedaba ese primer instante.
«Tengo que ir con cuidado», se dijo. Nunca se podía saber cómo iba a reaccionar la pequeña. «Que la Fuerza me guie». Suspiró.
— Ellos no volverán —dijo al fin. La niña dejó en la mesa la tableta de chocolate que estaba comiendo—. Ahora empezarás una nueva vida.
Krenia Krynda se empezó a masajear con fuerza un lek. Como tenía las manos llenas de chocolate, se puso el lek derecho perdido. «Oh, oh». Buwasy tuvo la sensación de que aquel gesto acompañaría a la pequeña durante mucho tiempo.
Y, sin previo aviso, la niña rompió a llorar.
— Oh, vamos, no llores, pequeña, no llores —aquella era la peor parte. Por toda respuesta, Krenia se abrazó a su muñeca, mientras entre sollozos gemía y llamaba a sus padres. Buwasy sintió cómo la gente se les quedaba mirando. Si nadie intervenía debía ser porque todos se habían dado cuenta de que era Jedi—. ¿Quieres volver?
Krenia asintió e hipó, pero no dejó de llorar. Buwasy se quedó perpleja. «No lo dirá en serio». Solía hacer aquella pregunta a menudo cuando los niños lloraban, y éstos solían responder que no (en opinión de Buwasy, era porque percibían que no). «No sentirá la Fuerza tan bien como me pensaba».
— ¿Seguro? —preguntó—. Krenia, ¿estás segura de que quieres volver con tu papi y tu mami? ¿Y con tu hermana?
La niña dejó de llorar. «Eso es, cálmate».
— ¿Quieres volver? —insistió.
Sintió como la niña la miraba con sus enormes ojos amarillos, humedecidos por las lágrimas. La escuchó tragar saliva. «Siente la Fuerza en tu interior».
Tras varios segundos de espera, finalmente la niña asintió levemente.
— ¿Sí? —preguntó Buwasy—. ¿Sí a volver? —la niña abrió la boca levemente, sorprendida, y entonces negó con la cabeza—. ¿No?
La pequeña apartó la vista, Buwasy percibió su nerviosismo antes incluso de su gesto: Krenia volvió a masajearse con fuerza un lek, esta vez el izquierdo, con lo que ambos lekku acabaron llenos de chocolate.
— Entiendo que es sí a continuar —Krenia hipó. Se sorbió los mocos, la miró un segundo y volvió a hipar—. ¿Quieres volver?
Hizo la pregunta con voz alta y clara. Era una niña muy pequeña, sí, y sabía que podía asustarla con ese tono, pero aún así necesitaba una respuesta.
— N-no —tartamudeó al fin—. J-jedi —añadió.
Buwasy sonrió.
— Eso serás, pequeña —alargó una mano—. Por la Fuerza, mira cómo te has puesto. Por favor, ¿alguno de ustedes sería tan amable de ofrecerme algo con que limpiarle los lekku a esta bonita chiquilla? —preguntó en voz alta. Sintió a Krenia sonreír levemente al escuchar eso de «bonita». De haber tenido ojos, Buwasy le habría guiñado uno.
— Yo, yo —exclamó la dueña del local, una humana de piel oscura—. Yo misma.
— Gracias, muy amable —dijo Buwasy. La mujer se inclinó a limpiarle los lekku y las cintas azules. Krenia rió—. Es increíble lo rápido que los niños pasan de un estado a otro, ¿verdad?
La mujer asintió.
— Dígamelo a mí, Maestra Jedi —dijo—. Mi hijo y mi sobrina son así. Oh, vaya —dijo después—. Lo siento, Maestra Jedi. Sus lekku —a Buwasy le llamó la atención que la mujer supiera claramente que se decía «lekku». Normalmente, la gente decía «colas». Supuso que debía conocer bien algún twi'lek, por lo que no dijo nada— ahora están perfectos, pero me temo que las cintas habrá que lavarlas.
— ¿No es suficiente? —preguntó Buwasy.
— No, lo siento.
Buwasy se dirigió a Krenia.
— Oh, vaya qué problema, eh. Eso es por ser tan guarrilla —bromeó.
Krenia se rió por enésima vez y se quitó las cintas ella sola.
— Yo soy muy limpia —dijo.
— ¿Y por eso las tiras al suelo? —preguntó la mujer, recogiéndolas. No la estaba riñendo, aunque lo pareciera.
— Es una niña muy lista —dijo Buwasy—. Quédese las cintas —la mujer se cruzó de brazos. «Vale, has dicho algo no muy adecuado»—. Ya sé que están sucias —agregó entonces—, lo siento mucho, pero puede quedárselas. Intuyo que conoce a alguien que podría quedárselas.
La mujer miró las cintas un momento. Luego sonrió.
— Está bien —dijo al fin—. Mi sobrina es medio twi'lek, supongo que le pueden ir bien. Una vez estén limpias, claro…
Justo cuando se iba a dar la vuelta, Krenia le tendió la muñeca. La había llevado consigo todo el día, pero en realidad desde que habían llegado a Mon Gazza no le había prestado la más mínima atención (excepto cuando se puso a llorar llamando a sus padres).
Buwasy tuvo que reconocer, para sí, que aquel gesto le desconcertó. Sabía que tarde o temprano se desharía de ella (o, más bien, le harían deshacerse de ella), pero no tan pronto.
— La peque quiere que se la quede —sonrió—. Quédesela también, para su sobrina.
Una vez la mujer regresó a sus quehaceres, Buwasy se inclinó hacia Krenia.
— Serás una gran Jedi, lo presiento.
— Je-di —asintió la niña, marcando con fuerza cada sílaba—. Je-di.
«Sí, Je-di». Se levantó, pagó lo necesario y salió al exterior, dispuesta a seguir el camino de vuelta.
Krenia Krynda, dando pequeños pasitos, la siguió.
Una vez de vuelta a la nave, y mientras indicaba al ordenador de vuelo que calculase la ruta más rápida y segura hasta Coruscant (nuevamente, pensó en adquirir un astromecánico), una duda acudió a su mente: ¿era realmente Krenia Krynda una descendiente de Krenia Eyan?
Dinek Krynda decía que sí, para exasperación de la pobre Maniah, pero Buwasy no las tenía todas consigo. En realidad, el tema ya lo había dejado más que zanjado, pero mientras «veía» como la niña la imitaba en el puente (sin llegar a tocar ningún botón), Buwasy se preguntó si sería cierto lo que Dinek Krynda decía. El hombre hablaba tan convencido, y decía tantas cosas, que incluso Buwasy Kue había llegado a dudar.
Negó con la cabeza. «Qué tontería». Accionó la palanca y, una vez dentro del hiperespacio, se inclinó hacia Krenia.
— ¿Qué quieres hacer?
No tenía dudas de la respuesta.
— Jugar.
Buwasy sonrió. «Pero, ¿y si lo es?», se preguntó después.
Siguió a la niña por la nave. Krenia correteaba por todas partes, Buwasy no tuvo que hacer gran cosa, sólo «mirar». Aquello hizo que siguiera pensando.
Era una tontería, pero Dinek Krynda parecía tan convencido… Todo lo que sabía de Krenia Eyan es que había sido una Jedi twi'lek que había vivido en la era de la Antigua República, en la época en la que los Jedi tuvieron que trasladarse a Tython, durante la Guerra Fría. Según los archivos contenidos en la biblioteca del Templo Jedi en Coruscant, Krenia Eyan, una experta sanadora, perfeccionó una técnica muy peligrosa con la que, literalmente, curar el mal.
Acompañada nada más y nada menos que por un trandoshano, la Maestra Eyan peleó contra las fuerzas del Imperio Sith igual que cualquier otro Jedi de su época, hasta que los Sith fueron vencidos. Tuvo varios Padawan a lo largo de su vida y en algún momento formó parte del Consejo Jedi. Hasta ahí todo normal, pero había una cosa que le inquietaba, y que podría haber hecho pensar que era cierto lo que decía Dinek Krynda: Krenia Eyan había tenido un hijo.
Nabat Eyan, al igual que su madre, fue Caballero Jedi y, como ella, con el paso de los años terminó formando parte del Consejo Jedi. De hecho, según los archivos, llegaron a coincidir varios años, hasta que la Maestra Eyan fue asesinada por un acólito de los que aún quedaban por la galaxia.
«Y Dinek Krynda sabía todo eso», pensó. Habían hablado durante la cena. «Es más, dijo orgulloso que su pueblo se llamaba Nabat por él, porque él lo fundó». Se llevó una mano al mentón. No se dio cuenta de que Krenia la miraba. «Pero se supone que el supuesto linaje Eyan desapareció, porque el Maestro Eyan no tuvo descendencia. Pero… ¿y si en realidad sí tuvo? ¿Sería verdad lo que decía Dinek?»
— Je-di, ¡Je-di!
Buwasy Kue volvió en sí.
— Je-di, ¡Je-di! —se copió, usando el mismo tono infantil de la niña. Ésta rió—. Juega un poco tú, tengo que meditar.
No esperó respuesta. Esa vez no tenía tiempo.
Meditar era la única forma de encontrar la respuesta.
El holograma del Maestro Eeth Koth de vez en cuando se distorsionaba. Era lo que habitualmente sucedía cuando se viajaba por el hiperespacio, ya que la señal no acababa de llegar correctamente. Eso, y lo mucho que faltaba por mejorar la red holográfica.
Tras mucho tiempo meditando, Buwasy Kue llegó a la conclusión de que lo mejor era contactar con el Consejo Jedi y, aparte de reportar que llegaba finalmente con Krenia Krynda, quería preguntar sobre las cosas que el padre de la niña le había explicado. Al igual que ella horas antes, el Maestro se llevó la mano al mentón, con expresión seria.
— No es muy normal, no —murmuró—. ¿Estás segura?
— Sí, Maestro —Buwasy asintió—. Totalmente. ¿Sería cierto?
— No lo sé —admitió Eeth Koth—. La era de la Antigua República fue una época confusa, muchos más Jedi de los esperados se dejaron llevar.
— Cierto, Maestro. Como Krenia Eyan.
—Sí.
— Pero no Nabat Eyan.
— Que sepamos.
Buwasy Kue se mordió un labio.
— ¿Todo bien, Maestra Kue?
Buwasy se irguió. Debía mostrarse serena, sobretodo delante de un miembro del Consejo.
— Sí, Maestro —respondió—. Es sólo que me estaba preguntando… ¿cómo podría ser entonces?
Eeth Koth, al otro lado, se encogió de hombros.
— No es algo que deba preocuparnos. Si Nabat Eyan tuvo descendencia o no, no es algo que hoy día deba preocuparnos. Y si esa pequeña que llevas contigo es su descendiente, tampoco debería preocuparnos.
— Sí, Maestro.
— Pero si estás más tranquila, trasladaré tus inquietudes al Maestro Yoda —Buwasy sonrió al escuchar aquello—. Bueno, y entonces —cambió de tema—, ¿qué te ha retenido esta vez?
Buwasy Kue volvió a sonreír. De sobras era conocida su «afición» a pasar fuera más tiempo del habitual cuando iba a por los niños. Acto y seguido, le explicó absolutamente todo, desde que aterrizó en Ryloth, hasta que despegó de Mon Gazza.
El Maestro Eeth Koth escuchó todo con atención, sin decir nada. Finalmente, cuando Buwasy dijo «y entonces introduje las coordenadas para Coruscant», la interrumpió:
— Todo en orden.
— Sí, Maestro.
En realidad no, pues seguía pensando acerca del «misterio» Eyan/Krynda, pero como el Maestro Koth le restó importancia (y, además, hablaría con el Maestro Yoda), no dijo nada.
El resto del viaje transcurrió sin incidentes y, muy pronto, la nave aterrizó en el hangar del Templo Jedi, en Coruscant. Cuando salió de la nave, llevando a Krenia en brazos, se sorprendió al ver que venían a recibirla, ya que no era lo habitual.
Los maestros Windu, Yoda y Koth la estaban esperando. Sin duda, el Maestro Eeth Koth había hablado con sus otros dos compañeros, tal y como le dijo que haría. A Buwasy Kue le habría gustado ver también a su antiguo maestro, pero no fue posible.
— Bienvenida de nuevo, Maestra Kue —saludó Mace Windu. Por toda respuesta, Buwasy se inclinó. Krenia la imitó—. Vaya, vaya —añadió entonces—. Ésta debe ser Krenia Krynda.
— Sí, Maestro. ¿Podemos hablar?
El Maestro Windu se inclinó hacia Yoda, como esperando que dijera algo, pero como éste no intervino, Mace Windu volvió a mirarla a ella.
— El Maestro Koth nos estuvo contando —hizo un ademán hacia el zabrak, quien asintió—. ¿Esta niña desciende de los Maestros Krenia y Nabat Eyan?
— Tal vez.
— ¿Tal vez? —Mace Windu arqueó una ceja.
— Bueno, quiero decir…
— A dentro, vayamos —intervino el Maestro Yoda—. Y con calma, hablemos.
— Sí, Maestro.
Una vez dentro, Buwasy Kue le dio la niña a una Padawan que pasaba cerca, dándole la orden de vestirla adecuadamente. Después, siguió a los Maestros hasta las habitaciones del Maestro Yoda.
Los cuatro juntos meditarían durante largo tiempo, despejando sus mentes de todas las posibles dudas.
«Sí, supongo que sí», admitió al fin, para sí. «Dinek Krynda debe tener razón». Pero tal y como había dicho horas antes Eeth Koth, no era algo preocupante.
De todas formas, Buwasy Kue decidió no contarle a Krenia Krynda lo que sabía. Ya llegaría el momento.
Ahora era el momento de que esa pequeña de tres años creciera y se convirtiera en Jedi.
Hasta aquí el primer capítulo de la historia, espero que os haya gustado.
Si bien tengo unos cuantos episodios escritos (y sigo...), la iré publicando poquito a poquito. Más detalles sobre la historia, en kreniakrynda (punto) tumblr (punto) com ¡Os espero!
Gracias por leer y que la Fuerza os acompañe.