Disclaimer: Todos los personajes que reconozcan, así como hechizos, lugares, apellidos, etcétera, le pertenecen a J. K. Rowling, esta historia sólo salió de mi cabeza. Eso sí, todos los OCs son míos y reclamo sus derechos de uso para mí.

Este fic participa en el reto "Long Story 3.0" del foro "La Noble y Ancestral Casa de los Black"


Capítulo 1: Simple song

"I know that things can really get rough, when you go it alone.

Don't go thinking you gotta be tough, and bleed like a stone.

Could be there's nothing else in our lives so critical, as this little home."

Simple Song, The Shins


―Bueno, ¿estás segura de que estarás bien aquí? ―le preguntó Millicent, ya del otro lado del mostrador. El local era pequeñito y Millicent ocupaba el diminuto apartamento de arriba. A decir verdad, Tracey se sentía un poco encerrada allí, pero sólo era cuestión de abrir las ventanas un poco más y dejar que entrara el aire. Apenas llevaba una semana allí y sabía que le llevaría tiempo acostumbrarse al cambio. Había pasado de estar detrás de la caja en la heladería Fortescue, un lugar de lo más iluminado, a aquel sitio donde el espacio era lo que faltaba. Sin embargo, intuía que estaba en el lugar correcto. Por primera vez en años iba a trabajar en algo que le gustara. La heladería nunca había sido lo suyo, pero se había quedado allí por lealtad a Madame Fortescue y, por supuesto, porque no tenía muchos otros lugares donde trabajar.

―Sí ―repuso ella―. Está perfectamente. Sólo encenderé la radio un rato… ve tranquila, seguro que no pasa nada.

Le sonrió. La verdad es que había pocas personas de Hogwarts con las que un hablara ―más o menos… ¿tres?― y Millicent era la que la había apoyado incondicionalmente siempre. Cuando no se había dejado ayudar Millicent simplemente había seguido mandado cartas cada pocos meses y, después, le había contado que estaba pensando en abrir una tienda de antigüedades mágicas. «Nada de magia negra», había asegurado, porque era consciente de la fama que tenían ese tipo de tiendas. Después le había ofrecido trabajo porque Tracey era la que más sabía de cachivaches viejos, maldiciones y magia antigua. A la chica le había costado decidir, porque, después de todo, el sueldo no iba a ser tan alto como con Madame Fortescue y ella aún tenía que pagar media renta, pero no se veía vendiendo helados toda la vida. Siempre había querido tener una oportunidad de probar todo lo que sabía sobre magia antigua, todo lo que había leído y Millicent se la había dado.

Así había llegado allí, a estar sentada detrás de aquel mostrador casi todo el día, compartiendo el lugar con Millicent.

―Bueno, volveré lo antes posible ―le dijo la chica regordeta, con una sonrisa. Tracey le sonrió, deseándole buena suerte.

Millicent tenía una cita.

Tracey disfrutó de quedarse sola un momento. Sola ella y sus pensamientos, casi en silencio. Sin embargo, a pesar de disfrutar la soledad como un regalo caído del cielo, detestaba el silencio. Le recordaba a otros tiempos que prefería no recordar. Así que en cuanto Millicent se fue, agitó la varita para prender la radio de una buena vez.

Había música de Lorcan d'Eath, suficientemente fuerte y gritona como para que Tracey no pudiera pensar demasiado en otras cosas. Aquella semana había habido poco trabajo, apenas el justo para que Millicent y ella sobrevivieran. Después de la inauguración mucha gente se había acercado por curiosidad, pero realmente pocos habían intentado comprar o vender antigüedades. Millicent insistía que sólo eran los primeros días, pero Tracey sabía que el panorama era un poco desolador: lo cierto es que la gente no estaba interesada en cachivaches antiguos de la misma manera que esas dos chicas.

Así que Tracey se dedicó a tamborilear con los dedos sobre el cristal del mostrador y a esperar que un milagro pasara mientras Lorcan d'Eath tronaba en el radio. Cuando la canción se acabó, la voz de un locutor desconocido inundó la habitación.

―¡Buenas tardes! Después de oír lo nuevo de Lorcan d'Eath, tenemos, por supuesto, nuestro acostumbrado segmento de noticias ―empezó, Tracey rodó los ojos y dejó de poner atención, porque las noticias casi siempre eran malas y no le interesaban, hasta que una parte de lo que había dicho el locutor le llamó poderosamente la atención―: Eddie Carmicheal sigue con su campaña contra los licántropos y los vampiros. Condena hasta la opinión del mismo ministro, diciendo que no se puede confiar en criaturas oscuras, mucho menos sí apoyaron al-que-no-debe-ser-nombrado en el pasado. Lo cierto es que la postura de Carmicheal se tambalea demasiado, pues no se tiene noticia de que algún vampiro haya ayudado a quien-ustedes-saben, pero es alarmante la cantidad de gente que lo apoya.

―¿Carmicheal? ―interrumpió una voz. Tracey levantó la vista y se encontró con un perfecto desconocido. Tenía su edad, años más, años menos, pero era incapaz de situar su cara en ningún lado.

―Sí…

―Es un idiota ―dijo el desconocido, como si nada, plantándose frente al mostrador y dejando un par de libros antiguos allí. Era mucho más alto que Tracey, calculó ella, cosa que no era nada difícil porque ella era tan diminuta que no pasaba del metro y medio, tenía el cabello corto, un acento medio irlandés y una barba rala, que seguramente había olvidado rasurar―. Buenas tardes. Quiero saber si esto vale algo…

Tracey le bajó al radio.

―¿Cuándo empezó? ―preguntó―. Lo de Carmicheal… ―aclaró, por si acaso, y se dispuso a revisar ambos libros. Maltratados y con pedazos carcomidos, era obvio que nadie se había encargado de ellos en años. Tenían algunos borrones en las páginas, por lo que alcanzó a ver, y el título parecía borrado, pero era, sin duda, magia antigua. Algo debían de valer.

―¿No has oído las noticias? ―preguntó el joven―. Hará cerca de dos semanas. Habla contra los licántropos, contra los vampiros, contra los ex mortífagos libres, contra las familias de sangre pura… contra todo, en realidad. Es un radical.

―No, no lo había oído ―admitió Tracey. Eso le demostraba que había pasado el tiempo bastante desconectada. Había un loco por allí metiéndole más ideas equivocadas a la gente y seguro que unos cuantos de su antiguo grupo las apoyaban―. Bueno, los libros… no se ve el título y parece que les faltan páginas, así que eso baja su valor, pero es magia antigua, así que seguro que sacas un poco de dinero por esto. Podría evaluarlos más a fondo y mandarte una lechuza…

―¿Vale la pena? ―preguntó él―. Los encontramos en el almacén del bar, abandonados, así que no son de nadie, sólo queríamos saber si podíamos hacer algo de dinero con ellos…

―No valen una fortuna, pero creo que más de diez galeones sí… ¿Te interesa que te haga una valuación profesional? ―preguntó Tracey―. Son siete sickles, no es muy caro… ―Intentaba parecer amable porque de verdad necesitaban clientes. Era la primera persona que había cruzado la puerta ese día y ya se acercaba la hora de cerrar.

El joven pareció pensárselo, pero al final asintió. Quince siete no le parecía demasiado dinero. Le puso las monedas enfrente y ella sacó un pedazo de pergamino para llenarlo con los datos de los libros rápidamente y poner que ya estaba pagado todo. Papeleo innecesario, pero Millicent, que era la ordenada de las dos, lo había decidido así. Le ayudaba a llevar un registro bastante ordenado.

―Ehm… ¿nombre?

―Ah, cierto, cierto, Seamus Finnigan ―respondió él.

―¿El pirómano? ―Tracey Davis recordó los rumores de Hogwarts, sobre él. De alguna manera siempre se las arreglaba para explotarlo todo.

Él sólo sonrió.

―Sí, precisamente, ¿estabas en Hogwarts?

―Ajá… Tracey Davis ―respondió ella―. Slytherin ―aclaró, antes de que preguntara―, quizá por eso no me recuerdas.

No pareció menos entusiasmado por el asunto, a decir verdad. Supuso que la mayoría sólo odiaban a Draco Malfoy y compañía porque no se habían caracterizado por ser precisamente amables en sus años en Hogwarts.

―Bueno, Tracey, te dejo los libros ―le sonrió―. Y ehm… en realidad soy uno de los dueños del bar que acaba de abrir. Ya sabes, después de Ollivander's…

―El irlandés.

―Ajá ―asintió él―. Podrías pasarte. Un día, si quieres.

Tracey le sonrió y negó con la cabeza. No tenía ni ganas de salir ni dinero para pagar las copas. ¿Cómo demonios lo haría? Además Randall siempre estaba preguntando «¿a dónde vas?», «¿a dónde fuiste?» No le molestaban las preguntas de su mejor amigo, pero tampoco las contestaba siempre. Había cosas que quería guardarse para ella.

―No lo creo ―respondió ella.

―Mándame una lechuza, de todos modos, cuando esté lo de los libros. Te invito una copa entonces, ¿está bien?

Tracey asintió sin demasiada convicción sólo por quedar bien antes de que Seamus Finnigan saliera de la tienda. Millicent salía más que ella, mucho más; Tracey prefería la vida que había estado llevando, más tranquila, sin casi sobresaltos. Recibía visitas de Adrian a veces y discutían casi todo el tiempo: él porque quería ayudarla y tratarla como una princesa y ella porque era demasiado orgullosa para aceptar que alguien la mantuviera. Millicent iba casi todos los fines de semana a ayudarle en la cocina. Randall estaba siempre allí. Era una vida tranquila.

Millicent volvió un poco más tarde que lo que había dicho, pero Tracey no se lo tuvo en cuenta.

―¿Cómo estuvo?

Millicent estaba sonriente, así que eso era buen augurio.

―Oh, ni siquiera fue una cita. Es decir… su familia creía que era una cita, por eso la arreglaron, pero él se disculpó conmigo cuando llegue. Es muy amable, ¿sabes? No es especialmente guapo, claro… quizá por eso su familia cree que puede arreglarle las citas ―empezó a contar―. En fin, que no le van las mujeres, pero me dijo que de todos modos podíamos cenar y platicar y que me podía presentar a uno de sus amigos… ―se encogió de hombros―. Le dije que no me importaba demasiado, pero insistió.

―¿Quién era, de nuevo?

―Ernie Macmillan ―respondió ella―. Sabe muchas cosas. Habla mucho, ¿sabes? Trabaja en el ministerio y todo apunta a que llegara a la Confederación de magos en unos años. Conoce magos de muchos países…

Millicent parecía encantada, así que Tracey no la interrumpió en ningún momento.

―Así que, ¿nuevo amigo?

Millicent sonrió y se encogió de hombros.

―Supongo ―respondió y luego se fijó en los dos libros que había en el mostrados. Sonrió aún más, haciendo que sus cachetes se vieran más grandes de lo que eran y, con una vocecita infantil, dijo―: ¿Vino alguien?

―Sí, un tal Finnigan. Quiere una valuación… ―contó Tracey―. No están en perfecto buen estado, pero es magia antigua, sólo que no reconozco exactamente el tipo…

―¡Vaya, Davis no reconoce algo! ―Millicent se sorprendió―. Debe ser complicado, entonces.

―Supongo… creo, creo que consultaré a alguien.

―No me digas que es quien estoy pensando.

―No, no es Nott, no me da buena espina… ―Tracey se encogió de hombros―. Alguien más, ya debes saber quién. Aunque hace mucho que no le hablo.

―Sale con Parkinson ―le adelantó Millicent―, si es quién estás pensando.

Vaya… sí que el mundo cambiaba. Su ex novio ―en realidad sólo habían salido un mes, tiempo antes de que ella le diera el sí a Terence― salía con la niña mimada de Pansy Parkinson. Pansy y ella se toleraban, pero tenían un sinfín de diferencias sin arreglar y no quería encontrársela. Además, no sabía cómo se iba a tomar su presencia cerca de Blaise, otra vez… La cara de Tracey debió verse tan preocupada por un momento, que Millicent intervino, cortando sus pensamientos de un tajo.

―No te preocupes, dudo que le importe a Parkisom. Ha cambiado.

―¿Ha dejado de ser una niña mimaba?

―No.

―¿Una histérica?

―Tampoco.

―Entonces no ha cambiado mucho… ―Tracey se encogió de hombros. Pansy Parkinson no le importaba en lo más mínimo.

―Es más madura ―reconoció Millicent―. La guerra la cambió, cuando perdió a su padre. ―Se encogió de hombros―. Sigue siendo purista, como todos, supongo. Es una educación que cuesta demasiado desarraigar y muchos continuarán con ella. Pero ya no va insultando a todos por la calle, ni sintiéndose Morgana. Creo que es un poco más consiente de la mierda a su alrededor.

―Como todos ―se encogió Tracey Davis.

Millicent sonrió.

―Aunque no lo creas, algunos no cambian nunca.

―¿Cómo quiénes?

―Como el idiota que tienes por compañero de apartamento. Se está acercando peligrosamente a los veinticinco y mentalmente sigue en los diecisiete. O le gustaría.

Tracey sintió ganas de reírse ante aquello, pero sabía que Millicent tenía razón. Randall necesitaba una buena dosis de madurez. Llevaban casi tres años viviendo y conocía una parte de la vida de Randall igual que él conocía una parte de la suya. Se habían salvado una y otra vez.

―Ya cambiará.

―Dentro de cien años, seguro… ―Millicent sacudió la cabeza―. Dile que al menos se preocupe más por cuidar sus rastros. Me mandaron esto ―le puso enfrente un periódico muggle―. Ya lo están buscando. Los muggles no lo agarrarán, por supuesto, pero… ¿el ministerio?

Tracey leyó por encima la nota del periódico, pero no era nada que no supiera. Se puso en pie y la cogió junto a su bolsa y los libros.

―¿Te importa que me los lleve? Quiero examinarlos en casa.

―Mientras no te los roben…

―Tenemos buenos encantamientos protectores ―respondió ella, tajante. Los tenían, por supuesto, ya habían tenido intentos de asalto antes de eso y no iban a arriesgarse de nuevo―. No les pasará nada. ¿Cierras tú? ―le preguntó, pasándole las llaves.

―Claro ―Millicent tomó las llaves―. Por cierto, si consultas a Blaise, recuerda disculparte. Por haber pasado cuatro años sin mandarle ni una carta. ―Tracey asintió y suspiró. Sabía que le debía disculpas a mucha gente.

No quería irse tarde o si no Randall ya se habría ido. Últimamente no coincidían casi nunca. Y ella prefería que estuviera fumando en la puerta de enfrente ―o en cualquier parte en realidad― cuando ella llegaba.


Al abrir la puerta de la casa lo encontró vigilando un caldero hirviendo con un cigarro en la boca. Rodó los ojos para no decirle nada porque no se había acostumbrado al olor a tabaco en todo aquel tiempo. Odiaba sentirlo en la nariz, percibirlo. Pero al mismo tiempo, sabía que oler el cigarro era el signo de que Randall estaba allí. Alzó la vista y sonrió al verla. Alto y delgado, pálido como un cadáver, con los mismos veintiún años de siempre a cuestas, el cabello rizado saliéndole en desorden de la cabeza, la cara alargada y con un mentón medio puntiagudo. Tracey se había acostumbrado a su presciencia y a su amistad.

―Llegas temprano un día, por fin ―le dijo―. ¿Qué traes?

―Unos libros, tengo que revisarlos…

―¿Algo interesante? ―preguntó él, simplemente por cortesía. Tracey sabía que no le interesaban las antigüedades y mucho menos los libros. Randall Bennett había salido de Hogwarts robando apuntes.

―No lo sé, pero no lo creo. Estaban abandonados en el almacén de un bar ―se encogió de hombros―. ¿Qué tan seguido encuentras cosas valiosas en el almacén de un bar?

Randall se encogió de hombros y Tracey se acercó a la poción.

―¿Legal o ilegal? ―preguntó.

―¿Por qué insistes en preguntar?

―Porque sigues vendiéndole veneno al vecino de tres ―respondió Tracey―. La última vez que lo encontré estoy segura de que estaba alucinando.

La verdad es que no le hacía ni pizca de gracia a lo que se dedicaba Randall, y la mayoría del tiempo ni siquiera sabía cuál era su trabajo. Vendía pociones por todas partes, pero sabía que no era sólo eso, que había algo más; llegaba con más dinero ciertos días de la semana, algunas veces desaparecía por días. Lo único que sabía era que tenía un código moral que no violaba: nada de ayudar a puristas a cometer crímenes contra mestizos, nada contra criaturas, nada que involucrara a menores de edad. Nada que involucrara secuestros. Randall se lo había gritado después de una discusión demasiado larga sobre sus ocupaciones simplemente porque Tracey le había dicho que no quería verlo en Azkaban. Al final, se había acabado acostumbrando.

―Es legal ―respondió, finalmente―. Para una sanadora.

―Podría comprarlos en otra parte.

―Se los doy más baratos. Me conoce. ―Randall se estaba mirando las manos―. Ayuda a la gente como nosotros, Tracey.

«Como nosotros…» Cualquier otro los separaría en dos grupos muy diferentes, pero Randall estaba seguro de que no eran muy diferentes. Intelectualmente, Tracey sabía que eran opuestos. Randall podía lanzar un montón de ingredientes en desorden o simplemente siguiendo su instinto y que la poción resultada. Sabía que había sido bueno para Encantamientos, pero hacía años que no lo veía hacer nada que no fueran pociones.

Entones, Tracey recordó lo que había oído en la radio.

―¿Has oído lo de Carmicheal? ―preguntó.

―¿Qué?

―¿En serio nunca prendes el radio o lees El Profeta? ―pregunto Tracey.

―Realmente no tengo ningún interés en hacerlo, Tracey, no veo por qué debería de preocuparme un idiota como…

―Va hablando pestes de gente como nosotros Randall ―lo interrumpió ella―. Pestes de licántropos… ―fue bajando la voz, hasta mirarlo fijamente― y pestes de vampiros.

―¿Tendremos problemas?

―No lo sé, depende de cuanta gente lo escuche ―musitó Tracey, desviando la mirada. Se acercó más a Randall y se sentó justo al lado del caldero―. ¿Aún hay matalobos? ―preguntó. La última vez que había revisado quedaba demasiado poco y sólo le quedaban dos semanas antes de la luna llena, la ponía nerviosa.

―No ―respondió Randall―. No hay lupania en ninguna tienda, Tracey. Si no la consigo esa semana, no conseguiré acabar la matalobos a tiempo este mes… ―le dijo.

―¿Qué carajos vamos a hacer? ―le preguntó Tracey.

―Pensaremos en algo… supongo…

―¡Tú no te convertirás en una bestia sanguinaria, Randall Bennett! ¡Y podría matarte! ―le espetó Tracey Davis. Habían estado ignorando el tema por semanas, pero de repente todo era demasiado urgente. Antes de eso sólo habían dicho que buscarían en otra tienda o le preguntarían a alguien más. Pero Randall había pasado toda la semana buscando lupania y era imposible encontrarla en ninguna parte.

Randall respiró hondo y cerró los ojos.

―Mi padre… tiene una casa de campo en Brighton ―respondió.

―¿Tu familia es rica? ―preguntó Tracey, abriendo mucho los ojos. Bennett nunca hablaba de su familia. Tracey a duras penas sabía que su padre trabajaba en el ministerio y su madre era muggle.

―Algo así ―le dijo Randall―. El caso es que tiene esa casa de campo. Tiene un sótano. Puedo conseguir cadenas. Retenerte allí toda la noche de luna llena…

―¿Es nuestra mejor opción?

―Creo que sí, Tracey, sin la matalobos…

―Apesta.

―Ya lo sé. Ni siquiera sé porque ninguna tienda tiene lupania.

Tracey se miró las manos. Tres años con aquella maldición y no se acostumbraba. Le había pasado como a Randall. De noche. Caminando en aparente tranquilidad poco después de que hubiera acabado la guerra. Y lo siguiente que sabía era que había despertado en San Mungo, con cicatrices en el hombro y en el torso con un diagnóstico desgarrador: licantropía. Arruinada, sin un céntimo, porque toda la herencia de su padre había desaparecido gracias a su socio, convertida en una paria de su propia sociedad.

Igual que él.

―Por cierto… Millicent me dio esto ―le pasó el recorte de periódico, sacándolo de su bolsa―. Habla de ti.

―¿Periódicos muggles? ―preguntó Randall.

―Lee ―le pidió Tracey.

―«La tercera víctima en lo que va del mes que aparece totalmente desangrada, el vampiro de Londres sigue haciendo de la suyas…» ―leyó Randall, componiendo una sonrisa―. ¡Mira, han acertado!

―Sólo es un mote, Randall, ¡son muggles!

―Ya lo sé, ¿qué pueden averiguar ellos? ―preguntó él, sin interés. Le estaba quitando la importancia al asunto.

―Randall Bennett.

―No me van a encontrar. No hay huellas, no hay pistas, no hay rastro, no hay…

―¡Escúchame! ―lo interrumpió―. Los muggles no te van a encontrar, eso es obvio. No tienen los medios. Pero créeme que un día un mago se va a fijar en esto, si es que no lo están haciendo ya. Y la última vez que revisé, el asesinato aún te mandaba a Azkaban sin boleto de regreso…

―Vamos, Tracey…

―Hazme caso y roba del puto banco de sangre, no debe ser tan difícil, ¡joder! ―exclamó.

―Es sólo que…

Randall se interrumpió al oír ruidos en el apartamento de abajo. Rechinidos de las patas de la cama moviéndose.

―¡Joder! ¿Por qué no se ha quedado embarazada aun?

Tracey rodó los ojos y se puso en pie, estaba cansada.

―No hagas ruido cuando te vayas, Randall y, por enésima vez, no mates a nadie hoy ―le pidió.

No la tenían fácil. Ella porque la gente la consideraba peligrosa. Él, porque todo el mundo consideraba a los vampiros como seres inferiores. Y la verdad es que tenían razón. Cualquier mago con dos dedos de frente podría ganarle a un vampiro. Sobre todo a uno que había perdido gran parte de su capacidad mágica al convertirse y había pasado veintiún años a usar una varita.

Y más patético aún, por más inútil que la varita fuera, aún la cargaba en el bolsillo trasero.


―Recibí tu carta, Tracey ―un joven alto, de piel morena, cabello muy corto, nariz ancha, y rasgos duros había entrado a la tienda. Millicent estaba en la trastienda, ordenando varias cosas―. Curiosa carta, después de cuatro años de no decir ni «hola».

―¿Lo siento, Blaise? ―Casi quiso decir, pero no le funcionó. Pareció sólo una pregunta, nada demasiado convincente.

―Sabías que no me importaba la mierda que Farley dijo de ti ―le reclamó él―. Pero saliste huyendo.

―No fue sólo eso ―respondió ella―. Y no era mierda, Blaise, era verdad.

Aquello pareció descolocarlo un momento. Sorprenderlo.

―¿Entonces…?

―Sí, entonces me convierto en una loba hambrienta una vez al mes ―respondió ella―. Es verdad, Blaise. Ni siquiera Farley es tan cruel para inventar ese rumor de alguien. Pero bueno, no vamos a discutir eso… ¿los libros?

Tracey había pasado varios días con el par de libros que le había dejado Seamus Finnigan y no había encontrado gran cosa. Hechizos muy antiguos, tanto, que probablemente nadie podría entenderlos a la primera, hojas desgastadas y algunos hoyos, pero nada que le dijera si el libro tenía o no tenía valor.

―Sí, los libros, pásame los dos, quiero echarles un vistazo.

―Sí, claro… ―Tracey los puso sobre el mostrador―. Aquí están.

Blaise tomó el primero y lo hojeó, no tardó en sacar la varita para probar varias cosas sobre él y al final se ayudó con una lupa. Tracey sabía que la única persona que le podía ganar en conocimientos sobre libros antiguos era, precisamente, Blaise Zabini.

―Sólo un libro cualquiera ―dictaminó del primero―. 10 galeones y que se dé por bien servido.

―¿Y del otro?

―Bueno, vamos a revisarlo… ―Blaise tomó el segundo y se dedicó a revisarlo. Sin embargo, algo lo hizo fruncir el ceño cuando le estaba apuntando con la varita y súbitamente abrió la última página, se examinó con la lupa.

Tracey se quedó mirándolo, viendo como empezaba a darle sentido a los encantamientos que ella había mirado una y otra vez sin entender del todo. Sólo algunas fórmulas y algunas palabras, pues estaba escrito con algunos signos que ella ni siquiera alcanzaba a entender. Blaise alzó la mirada después de unos segundos.

―¿Y?

―Tracey… esto es un Códex…

―¿Qué?

―Sí, si la memoria no me falla, el Códex de los Tuatha Dé Danann ―sentenció Blaise Zabini―. Vale mucho oro porque no aparece en las manos de cualquier mago. ¿Quieres que averigüe en cuanto está valuado?

―Por favor… ¿querrás algo de…?

―¿… dinero? ―Blaise puso los ojos en blanco―. Por favor, Tracey, tengo suficiente dinero como para bañarme en él. No lo necesito, tómatelo como un favor de un amigo al que no le hablas desde hace cuatro años.

―No fue mi intención.

―Ya lo sé, Tracey ―le dijo él―. Bueno, ten cuidado, ¿quieres?

―Siempre lo tengo.

―No, no es como siempre. Ten cuidado con Carmicheal y su secta ―le dijo―. En el ministerio no los quieren, pero están ganado poder entre la gente. Y ayer desapareció alguien como tú. Llámame paranoico, pero estoy seguro de que tiene relación.

―Paranoico ―dijo Tracey de todos modos.

―No importa. Cuídate, Tracey, ¿sí?

Tracey se quedó mirando al libro mientras Blaise salía. Así que un Códex irlandés que se creía perdido y aparecía en el almacén de un bar. Lo habría llamado coincidencia, pero no confiaba en ellas.


¡Hola!

Sí, sí, este es mi nuevo proyecto y toda la cosa, supongo que ya habrán visto a los protagonistas. Y no, no le puse ninguna pareja para que no pregunten. ¿Dónde está la magia de leer algo sin tener ni idea de cómo van a acabar?

Bueno, tenemos a Tracey, a Millicent, a Seamus, a un OC mío y un poco de Blaise Zabini. Si les interesa saber qué pasó con está Tracey antes de esté fic pueden ir a «Hay una luz que nunca se apaga», si no, pueden seguir leyendo, que no es importante. Sí, Tracey es una mujer lobo y Randall un vampiro. Y esto no es Crepúsculo, así que ser vampiro no es nada bueno, ni nada genial, ni nada así por el estilo.

Volví a mi método de ponerle canciones a los capítulos ―más que nada porque escribo con música―, así que la de este capítulo es Simple Song, de The Shins y cierra la octava temporada de HIMYM.

Bueno, sólo es el primer capítulo.


Andrea Poulain

A 13 de marzo de 2015

(¡Feliz viernes 13!)