Capítulo 11

Afortunadamente para Camus, su conversación con Milo dio pie a una tarde bastante satisfactoria. Los ejercicios de infantería fluyeron con la mayor destreza posible e incluso aprendió un par de maniobras que le permitieron tomar ventaja en los ataques frontales.

Al caer la noche, Camus intentó tocar el tema de las historias de guerra de Aioria, pero el resto de sus compañeros desviaron la conversación con inusitada maestría. El pelirrojo se preguntó qué tan terrible orador tendría que ser Aioria para que eludieran su monólogo con tanta premura y consideró abandonar su plan de obtener información de parte del castaño. No quería descubrir que sus historias fuesen tan aburridas como decían los demás.

Al menos, pensaba, esa noche encontraron un fascinante entretenimiento: enseñar vereciano a Aioria. Al haber combatido varios años en la frontera, el hombre conocía algunas palabras básicas, aunque casi todas ellas estaban relacionadas a la milicia o a malas palabras cuyo significado seguramente no conocía (de lo contrario no habría sido capaz de pronunciarlas sin avergonzarse). Si bien su pronunciación de comandos de guerra era impecable, cosas tan sencillas como los saludos hacían relucir su brusco acento akielense. Hasta ese momento Camus consideraba que Milo era un hombre paciente, pero la agitación de Aioria era contagiosa y el rubio no tardó en lanzar una grave expresión de hastío cuando Aioria falló en presentarse en vereciano por quinta vez.

—¡Me rindo! ¡Si hay un modo en el que puedas conquistar a Shaka, te aseguro que no será por la boca!

Mü arrugó la nariz y le dio una pequeña mordida a una rebanada de pan negro.

—No digas eso, Milo. Hay muchas otras formas de utilizar la boca además de para hablar.

El aludido cerró los ojos y comenzó a agitar sus manos en el aire.

—¡No! ¡No! No quiero esa imagen en mi mente. ¡¿Por qué me traumas así?!

Mü batió sus pálidas pestañas y relamió sus labios como si no hubiese dicho aquellas palabras con el mero fin de abochornar a los akielenses. Camus, por supuesto, vio más allá de su actuación; lo mismo que Aldebarán, quien ocultó una burlona sonrisa detrás de su tarro de cerveza.

—Yo no puse imágenes en tu mente —reprochó Mü—. Si llegaron a ella es porque las tenías a la mano.

—No perdamos el enfoque, caballeros —interrumpió Camus con el rostro más serio que pudo—. Si no podemos enseñarle vereciano a Aioria, quizá podamos enseñarle a hincarse ante Shaka. Eso le gustará más que cualquier frase de amor.

Para esas alturas las orejas de Aioria estaban tan coloradas como el jitomate que comía, pero hizo lo posible para aparentar que ya se había acostumbrado a la apertura sexual de sus compañeros.

—No pienso ser un simple acostón para él. Ambos merecemos más que eso y el único modo en el que podré llegar a un entendimiento con él es si hablamos el mismo idioma.

Mü bufó y se alzó de hombros.

—Tan poca imaginación…

—Para todo esto —Aldebarán finalmente se atrevió a alzar la voz—. ¿Estamos seguros de que a Shaka le gustan los hombres? No sabemos nada de él. Puede que hasta tenga una amante.

Camus y Mü alzaron el rostro hacia el moreno y le miraron con incredulidad. Ese fue el turno de Milo y Aioria para reír, mientras que Aldebarán frunció el ceño ante la peculiar reacción de sus compañeros.

—Me parece raro que no te haya hablado sobre esto —murmuró Mü—. Es algo tan elemental que lo pasé por alto.

—¿Elemental? ¿A qué te refieres?

Emocionado, Aioria tamborileó la mesa con las palmas de las manos e inclinó su cuerpo hacia adelante.

—Ningún vereciano que se respete tendría una relación con una mujer antes del matrimonio.

Las palabras de Aioria pasmaron tanto a Aldebarán que tuvieron que pasar varios segundos antes de que pudiese volver a hablar y, cuando lo hizo, no fue una oración precisamente elocuente.

—¿Cómo dices?

—Está ligado a lo que hablamos el otro día —explicó Mü con tono confidencial—, sobre los hijos ilegítimos. El mejor modo de evitar el nacimiento de hijos fuera del matrimonio es que los hombres se relacionen exclusivamente con hombres y las mujeres con mujeres. Esto es así hasta el matrimonio e, incluso después, muchas parejas deciden mantener relaciones extramaritales con parejas de su mismo sexo; sobre todo entre la nobleza, donde las uniones son más por conveniencia que por amor.

Aldebarán tragó saliva y perdió su mirada en su plato de comida ya vacío.

—Es broma, ¿verdad?

—En lo absoluto —aseguró Camus—. Es algo normalizado en todo el país, aunque siempre surgen excepciones.

Excepciones que conllevan al nacimiento de hombres como Shaka o Milo, pensó.

Aldebarán buscó alguna señal de burla en los rostros de sus compatriotas, pero los hombres hablaban con la verdad y Milo decidió entrar en detalles desde el punto de vista akielense.

—Es cierto —dijo—. Descubrimos que lo era cuando servimos en la frontera. El único modo en el que un hombre y una mujer pueden estar solos en la misma habitación es si están casados o si son familiares directos. ¡Hasta los soldados les tienen miedo a las mujeres!

—Eso es mentira —aseguró Camus—. El miedo no es hacia las mujeres, sino hacia lo que pasará con uno si sospechan siquiera que tuviste relaciones con ellas. Solo un idiota se atrevería a arriesgar su rango por una mujer.

Aioria suspiró sonoramente y recargó su rostro en su puño cerrado.

—Conozco a un par de mujeres por las que valdría la pena arriesgar el puesto.

—¿Esto no empezó porque estabas enamorado de Shaka? —acusó Milo.

—¡Por él arriesgaría hasta la vida!

El resto le miró con incredulidad por varios segundos hasta que Aldebarán decidió seguir con su interrogatorio.

—Regresando al tema de las mujeres —agitó sus manos a la altura de sus orejas—. ¿Entonces todos los hombres tienen relaciones con otros hombres?

—Por supuesto que no todos —dijo Mü como si fuese lo más obvio del mundo—. Hay algunos que prefieren a las mujeres; suelen casarse muy jóvenes.

O se hacen clientes asiduos del prostíbulo del pueblo, añadió Camus en su mente. Únicamente los más ingenuos pensarían que no existen lugares en donde los hombres y las mujeres pueden mezclarse sin reparos. Generalmente se encuentran a las afueras de las ciudades y aldeas y ofrecen la secrecía suficiente como para tener un flujo constante de clientes. Camus jamás había visitado uno de ellos (por supuesto), pero a sus veintidós años había presenciado la baja de al menos cinco soldados por haber visitado prostíbulos sin la discreción suficiente.

—Entonces —continuó Aldebarán—. ¿Nunca han estado en la misma habitación que una mujer?

Camus intentó no tomar la inocente pregunta como un ataque a su moralidad (era obvio que no lo era), pero Mü emitió una aguda expresión de indignación. Su reacción era normal. Para nadie más que la nobleza era indispensable mantenerse totalmente libre de sospechas, sobre todo si residían en la vieja capital y buscaban un lugar en la corte.

—Jamás —dijo Mü con inusual intensidad, la cual disminuyó al ver la apenada sonrisa de Aldebarán.

Era normal que Aioria y Milo conocieran las costumbres verecianas. Combatieron en la frontera por muchos años y convivieron con soldados del norte desde la unificación. Sin embargo, hasta hace unas semanas Aldebarán era un esclavo confinado a la arena de combate. Era de esperarse que estuviera absorto con su nuevo descubrimiento.

—Lo lamento —la sonrisa en el rostro de Aldebarán era franca y dulce. Era imposible para cualquiera disgustarse con un hombre como él—. No pretendía acusarlos de semejantes actos de depravación.

Aioria rio quedamente y Milo le dio un codazo en las costillas. Mü exhaló y relajó un poco la tensión que había comenzado a acumularse en sus hombros.

—Está bien. De todas formas tendremos que acostumbrarnos a semejantes depravaciones. Es claro que los nuevos monarcas no se interesan mucho en las viejas costumbres —dijo con tanta despreocupación que por un momento Camus pensó que estaba siendo sincero.

—¡Espero que sea cierto lo que dices, Mü! —dijo Aioria—. ¡Si me prohíben juntarme con mujeres, me largo a otro reino!

—¿Y a ti en qué te afectaría? —la ceja izquierda de Milo se arqueó con falsa intriga—. Después de todo, Shaka también es hombre y, como nos has dicho desde el día en que lo conociste, es el amor de tu vida.

—Renunciaré a las mujeres cuando conquiste a Shaka —nadie en la mesa le creyó—. ¡Y eso no sucederá a menos que me enseñen vereciano!

Los minutos de distracción debieron restituir la paciencia de Milo, ya que accedió a continuar con las lecciones. Los intentos de Aioria eran tan pobres que, en cierto momento, Camus comenzó a sospechar que el hombre fingía con tal de llamar la atención.

Para cuando la mayor parte de sus compañeros se levantaba de las mesas, Aioria casi lograba pronunciar una frase completa en vereciano. Tristemente, su felicidad duró poco cuando Máscara de la Muerte pasó a su lado y emitió una aguda carcajada.

—¡¿Qué mierda fue eso?! —preguntó burlón—. ¿Se supone que estás hablando vereciano?

Aioria giró su cuerpo para encarar a Máscara de la Muerte y Milo apenas tuvo tiempo de sujetarle de la muñeca para evitar que se lanzara contra el hombre.

—¡¿A ti qué te importa?! ¡Apenas y puedes hablar tu propio idioma!

El intruso ladeó el rostro y sonrió con petulancia. Bufó y tornó su atención hacia Mü y Camus.

—Les deseo suerte dándole clases a ese imbécil —dijo en vereciano. A pesar de que su acento era marcado, sus palabras eran fluidas y llevaban consigo la confianza de alguien que había estudiado el idioma por muchos años—. Tendrían más suerte si intentasen enseñarle a un perro a hablar.

Lanzó una segunda carcajada y siguió su camino fuera del comedor.

—¡¿Qué fue eso?! —Aioria meneó la cabeza en confusión—. ¡¿Qué dijo?!

—Dijo que tendríamos mejores resultados enseñándole a hablar a un perro —respondió Camus con presteza.

—¡¿Qué!? ¿En qué idioma?

—¿Cómo que en qué idioma? —la voz de Milo se alzó por todo el salón—. ¡Llevamos todo el día enseñándote vereciano y ni siquiera puedes reconocerlo cuando alguien lo usa!

—¡No es eso! ¡Es que es imposible! ¡¿Cómo un hombre como ese puede hablar vereciano y yo no?!

—Es un aristócrata —recordó Mü—, hijo de un kyros. Sin duda comenzó a estudiar el idioma desde que tú estabas en pañales.

—¡Pero es un maniático! ¡Le dicen Máscara de la Muerte! ¿Qué tan mal puedes estar para que te llamen así?

—La locura no tiene nada que ver con la capacidad de hablar otros idiomas —respondió Milo—. Te aseguro que domina todas las lenguas de los cuatro reinos.

—¡Me rehúso! ¡No puedo aceptar que un parricida sepa más vereciano que yo!

Camus abrió ampliamente los ojos al escuchar semejante acusación. Si el padre de Máscara de la Muerte era un traidor a la corona, ¿habría sido su muerte el precio a pagar por la oportunidad de pertenecer a la Guardia Real? El escenario parecía completamente plausible.

—No deberías decir tal cosa en voz alta —reprochó Aldebarán—. Son simples rumores.

Aioria rodó los ojos y se cruzó de brazos.

—De nuevo, Aldebarán, se llama Máscara de la Muerte. ¡No puedo creer que lo estés defendiendo! —golpeó la mesa con su puño y los platos a su alrededor dieron un pequeño brinco—. He tenido suficiente. Me voy a dormir. No quiero pensar en ese hombre por el resto de la noche.

Se puso de pie y dio furiosos pasos fuera del salón. El resto le miró en silencio con una mezcla de preocupación e irritación.

—¿Siempre se toma las cosas tan a pecho?

Milo se alzó de hombros ante la pregunta de Aldebarán.

—Solo cuando está enamorado —aseguró—, cosa que pasa unas dos veces al año.

El resto de los hombres intercambiaron miradas mientras se preguntaban si tendrían que soportar los arranques de su compañero por los próximos años de sus carreras militares.

—Cambiando de tema —Milo centró su atención en Camus—. Mañana es el séptimo día y nos dejan salir del castillo tras terminar las prácticas de campamento —sus ojos se trasladaron hacia Aldebarán y Mü—. Aioria y yo tenemos planeado ir a la ciudad. ¿Por qué no nos acompañan?

Aldebarán tosió en su puño cerrado y Mü colocó su palma abierta sobre la ancha espalda del moreno.

—Gracias, pero Aldebarán y yo tenemos otros planes.

O Milo estaba acostumbrado a que sus compañeros se distanciaran o bien era tan despistado que ni siquiera sospechaba qué es lo que el par haría con su tiempo libre, ya que enseguida redirigió su atención hacia el pelirrojo.

—¿Qué tal tú, Camus? Será una buena oportunidad para conocer los alrededores.

—Suena bien. Aprovecharé para comprar algunas cosas que necesito.

Milo sonrió y Camus imitó el gesto. El mundo a su alrededor parecía hacerse más y más extraño con cada día que pasaba y sus únicas alternativas eran escapar o hacerse a la idea de que así sería por el resto de su vida.

Aún con sus diferencias, Camus comenzaba a sentir que, mientras Milo estuviese ahí, no tendría motivos por los cuales alejarse de Marlas ni de su sueño de convertirse en parte de la Guardia Real.

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Comentario de la Autora: Les pido una gran disculpa con la demora en actualizar. Como se imaginarán, estuve muy ocupada con el MiloShipFest, además de que tuve un pequeño problema en los ojos. Ahora las cosas ya están mejorando así que espero retomar el ritmo usual de actualización (lo que sea que eso signifique). Haré lo posible para actualizar antes de Navidad, pero si no, tengan por seguro que lo haré antes de año nuevo.

Ahora, sobre el capie. El tema de que los verecianos solteros tienen sexo exclusivamente con gente de su mismo sexo es muy recurrente en la trilogía. Sin embargo, consideré que es un punto que en esta historia no sería especialmente importante. Debido a esto dejé esta exposición hasta este punto tan relativamente avanzada de la historia. Espero que ayude a comprender qué tan en serio hablan estos tipos sobre lo malo que es la bastardía, pero más que nada espero que haya sido una escena divertida. Ya nos hacía falta una de esas.

También hacía falta que apareciera Death Mask. No se preocupen. Veremos más de él en un futuro.

¡Gracias a todos por su paciencia! ¡Espero no lo hayan odiado!