Capítulo 13

Les Nomades era uno de los edificios más grandes del centro de Marlas. Su estructura era de piedra y mortero y poseía tres pisos con múltiples balcones decorados con listones rojos y azules. La entrada principal conducía hacia un amplio patio repleto de carretas cargadas con varios tipos de mercancía y Camus cruzó su camino con dos muchachos que conducían a tres caballos hacia las caballerizas de la posada. Máscara de la Muerte le guio a través del patio y por una amplia puerta de madera que conducía al salón que fungía como taberna. Si bien el lugar tenía espacio para al menos cincuenta personas, en esos momentos no había más que una docena de hombres, casi todos mercaderes dispuestos a descansar antes de seguir con sus viajes.

El akielense le indicó que buscase un buen lugar mientras él ordenaba comida al mesonero —un enorme hombre de piel oscura y con cara de muy pocos amigos—. Máscara de la Muerte no habló sobre dividir la cuenta y Camus, gustoso, le permitió cargar con el gasto. Claramente tenía la capacidad de invitarle una comida y más.

El pelirrojo eligió una mesa cercana a las escaleras que conducían a las habitaciones. A pesar de que estaba a tres mesas de distancia del fuego, la temperatura del lugar le resultó desagradable. Apenas y podía esperar a que le entregaran su nuevo y más ligero guardarropa.

No pasó mucho tiempo para que Máscara de la Muerte se sentara frente a él y pusiera una botella de vino y dos cuencos sobre la mesa. Casi inmediatamente llegó el mesonero con un generoso plato de quesos, embutidos y pan y les prometió que pronto regresaría para servirles las mejores porciones del lechón.

—¿Vienes aquí con frecuencia? —preguntó Camus mientras comía un trozo de queso fresco.

—Es la segunda vez que vengo —Máscara de la Muerte dejó a un lado el plato con comida y decidió concentrarse en el vino, el cual sirvió generosamente en los cuencos—, pero es fácil conquistar a los posaderos. Les meneas una bolsita con monedas y te ofrecen el cielo a cambio de cobrarte el doble por todo.

Camus sonrió y aceptó el cuenco. Le dio un pequeño sorbo y con gusto descubrió que era el mejor vino que había probado desde que llegó a Marlas. Su sabor era distintivamente especiado, pero no dejaba de ser dulce y fresco. Sin duda, pensó, provenía del norte de Arles, donde las temperaturas más frías producían cepas oscuras y afrutadas.

—Aunque el intercambio no haya sido del todo justo, recibiste buen servicio a cambio de tu dinero.

Máscara de la Muerte inclinó su espalda hacia atrás y cerró los ojos en señal de satisfacción.

—Es bueno conocer a alguien que aprecie las cosas del mismo modo que yo.

Camus asintió y ocultó su sonrisa detrás de un trozo de pan. Su corteza era crujiente y su interior cálido. Sin duda fue horneado una o dos horas atrás.

—No eres lo que esperaba —admitió casi para sí.

—¿Y qué es lo que esperabas, Camus? ¿Un violento parricida? —el despreocupado tono de su compañero era contrario a la gravedad de sus palabras y Camus supo inmediatamente que el hombre no solo era culpable de ser lo que decían, sino que estaba orgulloso de ello—. Porque lo soy, ¿sabes?

—Quizá, pero eres mucho más que eso —el akielense frunció el ceño—. Eres ambicioso e inteligente; tan inteligente que estoy seguro de que si asesinaste a tu padre fue solo porque era lo más conveniente para ti.

Máscara de la Muerte se alzó de hombros e inclinó su cuerpo hacia atrás. El mesonero había regresado con dos generosos platos de lechón y aprovechó el espacio que le había dado su cliente para acomodarlos apropiadamente en la mesa. Les preguntó si no requerían algo más y Máscara de la Muerte lo despidió con un suave movimiento de la mano izquierda.

—Soy un hombre sencillo, Camus —dijo mientras clavaba un tenedor sobre un bocado especialmente suculento—. Disfruto las cosas finas, pelear y hacer con mi vida lo que me plazca. Era comprensible que me deshiciera de mi padre con tal de mantener aquellos beneficios.

Camus intentó mantenerse impasible ante la súbita confesión de su compañero. Si bien Máscara de la Muerte era grosero y violento, le costaba conciliar aquella imagen con la de un hombre capaz de asesinar a su propio padre. Su sentido común le indicó que había algo más allá detrás de sus jactanciosas palabras y que su compañero esperaba que él lo descubriera.

—Tu padre era el kyros de Sicyon —dijo después de una breve pausa—. Traicionó al Rey de Akielos y se alió con el Regente de Vere con fin de mantenerlo lejos del trono.

Algo pareció brillar en los ojos de Máscara de la Muerte y Camus dudó que se tratara de un reflejo de la hoguera.

—Mi padre era orgulloso y estúpido. Le advertí muchas veces que alzarse en contra del Rey de Akielos sería inútil, que el hombre era demasiado poderoso como para intentar siquiera enfrentarlo, pero decidió no hacerme caso y me encerró en el calabozo para evitar que advirtiera a alguien de su plan. Estuve atrapado en el castillo de Karthas durante ocho meses —bufó—. Fui liberado cuando su Excelencia recuperó el control del reino; mi padre fue acusado de traición y todo el mundo supo que el veredicto sería el de la ejecución. Con gusto acepté convertirme en el verdugo. No tanto por su Excelencia, sino por despecho, lo admito. ¿Pero qué importa si permitió ganarme su confianza y el derecho de estar aquí?

—Y el poder mantener al menos uno de los terrenos de tu familia, cuyos ingresos te permitirían vivir tan holgadamente como quisieras.

Máscara de la Muerte tocó su nariz con el dedo índice y sonrió amplísimamente.

—Su Excelencia es un hombre generoso. Combatí bajo su mando seis años atrás, ¿sabes? —una sardónica risa decoró su rostro y Camus sintió el fantasma de un escalofrío rondar por su nuca—, en la batalla de Marlas.

Aquella información no debió haberle sorprendido. Camus era demasiado joven como para haber combatido durante la batalla de Marlas, pero Máscara de la Muerte era suficientemente mayor como para haber formado parte de —al menos— la retaguardia. Sin duda, el hijo de un kyros formaría parte del ejército y habría tenido el honor de combatir en el regimiento del que en aquel entonces era el Príncipe heredero. Aunque la situación era lógica y comprensible, Camus sintió que el malestar se anidaba en su pecho. Vere había perdido tanto en aquella batalla —Delfeur, su Rey y su Príncipe heredero— que sospechaba que jamás olvidaría los tristes y angustiosos años que le siguieron. Incluso ahora, con Marlas y Delfeur recuperadas y su Príncipe más joven a semanas de ser coronado, Camus recordaba el dolor que sintió al saber que Vere había perdido la guerra de un modo tan trágico.

—Su Príncipe, el ahora Rey, fue quien les permitió alcanzar la victoria —murmuró Camus para sí.

—¡Así es! —dijo con orgullo—. A pesar de que solo teníamos dieciocho años, su Excelencia nos condujo hacia la victoria. Fue en ese momento que supe que se convertiría en el hombre más poderoso de Akielos y que aplastaría a cualquiera que se le enfrentase.

—Tus suposiciones fueron ciertas.

Máscara de la Muerte llenó de nueva cuenta su cuenco de vino y le dio un largo sorbo.

—Así es, aunque hay algo que jamás habría podido adivinar —Camus alzó las cejas con curiosidad e hizo un rápido movimiento de cabeza para alentarlo a continuar—. Jamás pensé que convertiría al hombre más poderoso de Vere en su catamita, ni mucho menos que lograría unificar a las dos naciones —rio con fuerza—. ¡Sin duda tomé la decisión correcta, ¿no te parece?!

Por el poco tiempo que tenía de conocer a Máscara de la Muerte, sabía que sería inútil expresar la irritación que sintió al escuchar que se refería al Príncipe de Vere como catamita. El hombre siempre buscaba altercados y Camus no estuvo dispuesto a darle el gusto. Tomó nota mental de arrastrarlo por la arena de entrenamiento la próxima vez que tuviese la oportunidad.

—No deberías referirte al Príncipe de un modo tan despectivo —optó por decir y, aunque hizo lo posible por contener su enojo, Máscara de la Muerte debió haberlo reconocido.

—¿Por qué no? —preguntó—. Todo el mundo sabe que son amantes. Todo el mundo sabe que es por eso que son tan poderosos.

Camus negó con la cabeza y puso un trozo de lechón sobre una rebanada de pan.

—Esos son solo rumores; habladurías de la corte que no pueden ser tomadas en serio —le dio un buen bocado a su comida y apreció el delicado sabor de la carne.

Ese fue el turno de Máscara de la Muerte para quedar sorprendido. Por varios segundos miró a Camus como si fuese el hombre más extraño de todo el mundo y, cuando aceptó que no se estaba burlando de él, puso su mano izquierda sobre la mesa y se inclinó hacia él.

—Nunca los has visto, ¿verdad?

Avergonzado de aceptar el hecho de que nunca había conocido ni al Rey ni al Príncipe, Camus desvió la mirada y mordió el interior de su mejilla.

—Recuerda que soy del sur de Vere. Nunca he coincidido con el Príncipe, ni mucho menos con el Rey.

Máscara de la Muerte sopesó su respuesta por unos segundos y relajó sus hombros y espalda.

—Conocí a tu Príncipe cuando visitaron el castillo de Karthas; cuando solicité el permiso de su Excelencia para ejecutar la sentencia de mi padre. Si hubieses estado ahí no habrías tenido dudas. En un instante supe que Príncipe se abría de piernas para su Excelencia —rio—, aunque en estos momentos tengo una apuesta de diez monedas de oro a que el Rey no tiene reparos en pagarle el favor.

—No tienes respeto por nadie, ¿o sí?

—No es una falta de respeto si es la verdad. Además, como dije antes: todo el mundo lo sabe. Probablemente solo están esperando a la coronación del Príncipe para hacerlo oficial.

Aquello tenía sentido. Había suficientes dudas sobre la equidad de la unión. El declararse abiertamente como amantes pondría en duda la posición de poder del Príncipe; lo sabio sería esperar a que ambos tuviesen el mismo título. Menos gente se atrevería a cuestionar la soberanía del Príncipe una vez que su cabeza estuviese decorada con la preciada corona de Vere.

—De cualquier forma, la intimidad de nuestros monarcas no es de nuestra incumbencia —reprochó Camus a pesar de que él también sentía curiosidad sobre cuál posición sería la favorita de sus futuros reyes.

Máscara de la Muerte abrió la boca, posiblemente para decirle que era importantísimo conocer los detalles para así saber si había ganado o no la apuesta, mas fueron groseramente interrumpidos por un grito en akielense.

—¡¿Qué diablos haces aquí?!

Camus giró la cabeza y se encontró con Aioria y Milo. El primero parecía estar a punto de saltarle a la yugular a Máscara de la Muerte y el segundo le sujetaba del cinturón para evitar que hiciera alguna estupidez.

—¡Con lo agradable que era la tarde! —el dramático tono de Máscara de la Muerte se acentuó cuando lanzó su cabeza hacia atrás como si hubiese recibido un sablazo en el vientre—. Estamos en una de las ciudades más grandes de todo el imperio y tuve que encontrarme con el zoquete.

—¡¿Por qué lo trajiste aquí, Camus?! —preguntó Aioria—. ¡Has echado a perder mi posada favorita!

—Fue él quien me trajo aquí —dijo Camus con desinterés. No era su culpa que Aioria y Máscara de la Muerte no pudieran verse ni a metros de distancia.

—Déjalo en paz —Máscara de la Muerte se puso de pie—. Es normal que quiera juntarse con gente de más categoría que tú.

Aioria cerró fuertemente sus puños y el agarre de Milo abandonó su cinturón para posarse sobre su nuca. El fastidio del rubio comenzaba a convertirse en nerviosismo.

—Tienes suerte de que no pueda romperte la cara —amenazó Aioria, lo que hizo que Máscara de la Muerte riera burlonamente.

—¡Por favor! Crees que eres un león, pero no eres más que un gatito sin garras. ¡Tendrían que pasar mil vidas antes de-

La mirada de Máscara de la Muerte se perdió en un punto detrás de Milo y de Aioria. Intrigado, Camus buscó qué era lo que había llamado su atención de manera tan repentina y sus ojos se posaron sobre una persona que acababa de entrar a la posada. La cabeza y hombros del recién llegado estaban cubiertos por un manto negro que impedía ver su rostro adecuadamente y Camus ni siquiera pudo distinguir si era hombre o mujer. A pesar de que la persona era alta, su complexión era delgada y elegante, y mientras caminaba hacia el mostrador, un delgado mechón de cabello azul celeste se escapó de su capa, pero no tardó en cubrirlo nuevamente.

El extraño llegó a la barra y, como si hubiese atado un hilo invisible alrededor del cuello de Máscara de la Muerte, este se olvidó por completo de Aioria y caminó directamente hacia él.

—¿Qué diablos? —desconcertado, Aioria se cruzó de brazos y ladeó su cabeza hacia la izquierda.

—¿Quién será esa persona? —preguntó Milo sin despegar su mirada del recién llegado.

Desde la distancia observaron a Máscara de la Muerte intercambiar unas palabras con el desconocido. Después de unos segundos le mostró una pequeña bolsa repleta de monedas que el otro aceptó al momento. Aún con el manto que cubría su rostro, Camus alcanzó a divisar una traviesa sonrisa que no se esfumó ni cuando le ofreció una de las monedas al mesonero ni cuando aceptó el brazo de Máscara de la Muerte, quien lo condujo hacia el piso en el que se encontraban las habitaciones.

—¿Ese demente acaba de contratar a una prostituta? —preguntó Aioria.

—Eso parece —respondió Milo mientras tomaba una silla de otra mesa y se sentaba a lado de Camus—. De cualquier forma, ¿cómo es que acabaste cenando con él?

—Me lo encontré en la sastrería y me trajo hasta aquí.

Aioria bufó y tomó asiento frente a Milo y Camus. Sus brazos permanecían cruzados y su fastidio no se había ido junto con Máscara de la Muerte.

—No deberías juntarte con él, Camus. Recuerda que es un maldito parricida.

—Es un hombre cuya lealtad fue más allá de sus lazos sanguíneos —defendió.

—Su lealtad, o el amor a su propio pellejo.

Camus se alzó de hombros y le dio a Aioria parte de la razón.

—Supongo que no es tan terrible como parece —dijo Milo para sí—. Quizá debamos darle una oportunidad, Aioria.

—¡Oh, no! —exclamó Camus—. Es todavía peor de lo que parece; pero tiene sus cosas buenas. Me invitó a comer.

Aioria se relajó un poco y admiró el plato de quesos y pan del que apenas habían tomado un par de bocados.

—Pues considerando que él no se va a terminar esto… —mordió un cubito de queso blanco y emitió un grave sonido de placer mientras lo masticaba—. Mucho mejor que lo que nos sirven a nosotros —tomó un segundo trozo de queso y extendió el brazo hacia la boca de Milo—. Prueba.

Milo abrió la boca y atrapó los dedos de Aioria entre sus labios. El contacto duró un segundo más de lo que era necesario y Milo sonrió con satisfacción mientras disfrutaba el sabor.

En otra situación Camus habría disfrutado el espectáculo. Los morenos eran sumamente atractivos y era como si le hubiesen dado a Camus una pequeña prueba de lo que serían capaces de hacer en la intimidad de la alcoba. Sin embargo, en esos momentos lo único en lo que pensó era que alguien había posado su mano en los gruesos labios del rubio y que tenía que hacer algo para compensarlo. Con sus propios dedos tomó un trozo del lechón y se lo ofreció a Milo.

—Toma. La carne sabe mucho mejor.

El rubio reaccionó por instinto y Camus inhaló sonoramente al sentir la humedad de su boca alrededor de su dedo pulgar. Su lengua era cálida y suave y, aunque que el contacto duró apenas unos instantes, los latidos de Camus se desbocaron como si su corazón hubiese olvidado de golpe toda la incertidumbre que le embargaba.

Milo también se perdió en el momento. A pesar de que ya se habían separado, mantenía firme su mirada sobre Camus, y sus dilatadas pupilas parecían una invitación a algo más. Algo que, Camus pensaba, sin duda terminaría en una de las habitaciones del piso superior.

—¿Y bien? —la voz de Aioria, alegre y despreocupada, les hizo regresar a la realidad—. ¿Cómo sabe?

Milo parpadeó varias veces, mas no separó sus ojos de los de Camus. Exhaló por la nariz y su boca se curveó en una pequeña sonrisa.

—Delicioso.

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Comentarios de la Autora: Me encanta este rollo de que los súbditos cotilleen sobre la vida personal de los reyes desde siempre. Antes no existía el Hola, pero sí muchas imprentas independientes que publicaban chismes de las costumbres sexuales de los reyes/príncipes. El ser humano es sumamente peculiar. ¿Por qué nos gustarán tanto los chismes?

Ya hemos conocido el pasado de Mascarita Sagrada. Es curioso que apenas ahora me doy cuenta de que ya antes había escrito un fic en el que básicamente es responsable de la muerte de su padre (favor de leer fiqui Mio per Sempre). Supongo que tengo esta idea porque si DM salió así de loco debe ser en gran parte por una horrible niñez. Gracias al cielo esta vez está del lado de nuestros protas... maomenos. Además, ya le di un juguete nuevo para que se entretenga y deje de molestar al pobre Aioria. Suficiente tiene con lo que yo lo molesto.

Cuando dije que esto sería slow burn hablaba en serio. Me gustaría disculparme por eso, pero estoy disfrutando demasiado este fiqui como para apresurarlo. Les juro que Milo y Camus acabarán juntos... en algún momento.

XD Eso es todo por ahora. ¡Espero no lo hayan odiado! ¡Kissu!