Resumen: ¿Cómo de desaprende la vida entera? Hay un instinto clavado en Pansy. «No seas intensa, no lo abrumes con tus tristezas, consuélalo». Con Adrian es diferente. Para empezar, regla no. 1: aquí no se va a enamorar nadie.

Pairing: Adrian P. / Pansy P.


Amigos

«Quiere que lo hagamos en diferentes partes

Pero estoy cansada de desilusiones

Hace mucho tiempo no creo en los hombres

Y no necesito de este mal de amores»

Trap, Shakira & Maluma


Pansy Parkinson necesita a alguien.

Por eso se acerca a Adrian Pucey.


—Aquí no se va a enamorar nadie.

Y estaba muy segura cuando lo dijo, encima de Adrian Pucey. Tan segura como podía estarlo después de que Draco fuera Draco, de que Blaise huyera a México y de que Zacharias Smith la dejara plantada en el altar. Aunque todo tuvo que haberlo venir, los hombres eran una basura.

—Bien, niña.

—Y no me digas niña, Adrian, suena asqueroso.

—Bueno, nena.

—¡Tampoco nena!

—¿Entonces cómo quieres que te diga?

—¡Por mi nombre! ¡Nada más vamos a coger, Adrian, esto no es un ritual místico!

Adrian Pucey se ríe. Tiene la risa de un niño constantemente sorprendido con el mundo, medio y contagia. Pansy acaba riéndose con él. Por eso lo eligió a él, entre todos los posibles. Se ríe y cuenta chistes mientras cogen y aligera el ánimo cuando a Pansy le entran las ganas de llorar porque los hombres merecen ser lanzados al cubo de basura sin pensarlo mucho.

Adrian Pucey está bien.

Hace buenos orales, no fuma de la mierda muggle que huele mal —sólo cigarros con mandrágora y quien sabe que otras hierbas—, no tiene ninguna marca tenebrosa, no va a huir a un país de América y mucho menos la va a dejar plantada en el altar porque no planea casarse.

Y, lo más importante: nada más van a coger.

—Creí que después de Smith habías acabado harta de los pitos —dice Adrian.

—¿De los pitos? No. —Pansy le regada una media sonrisa—. Esos no hablan, no se quejan, no abandonan. ¿De los hombres? Mucho. Además —agrega, enredando un mechón de cabello entre sus manos— hay un pequeño detalle trágico sobre mí.

—¿Cuál?

—No me gustan las mujeres.

Adrian alza una ceja. Acaba riéndose.

—¿Eso significa que si hacemos un trío tiene que ser con otro hombre? Porque aceptaría, Pansy. Ya sabes, es más cómodo ir por la mitad de la calle y tirarte a todos lados.

—¡No dije nada de tríos, Adrian! ¡Sólo dije que íbamos a coger!

—Me queda claro. Podríamos empezar algún día, ya sabes. Estás encima de mí y…

—¡No es la única regla!

—Ah. Bien. Bien. Más reglas. Bien. —Adrian pone sus manos en la cintura de Pansy y las deja ahí, sin intentar nada.

—Los besos están bien —dice Pansy—. Sé que hay gente que puede coger pero pone el límite en los besos y, sinceramente, me parece estúpido, pero esa soy yo. —Se encoge de hombros—. No me importa si coges con alguien más…, sólo dime. O lo que sea.

Hace un mohín. Nunca ha tenido una relación así. Sólo sabe que necesita a alguien en su cama que no vaya a traicionarla y a quien no ame. Así nadie la rompe en pedazos y luego no tiene que andar Theodore Nott uniendo todos los pedazos mientras jura que va a matar a los responsables, ni Daphne Greengrass tiene que amenazar con cortarle el pito a absolutamente nadie.

Es más seguro así.

—Bien. Besos: bien —repite Adrian—. Coger con más gente: bien si te digo. Y al revés, supongo.

—No planeo coger con nadie más, Adrian. Los hombres apestan. Son una mierda putrefacta y estoy cansada de ellos y…

—Muy bien —la corta Adrian—. ¿Podemos empezar o vas a estar toda la noche diciéndome las reglas?

Pansy rueda los ojos.


La primera vez que se acostaron fue tras la guerra. Así fue como Pansy descubrió que Adrian hacía los mejores orales del mundo. Luego no volvieron a saber nada el uno del otro durante años. Adrian Pucey no enfrentó cargos porque tuvo la suficiente cabeza como para no tatuarse ninguna marca tenebrosa, ni trabajar a favor del ministerio. Lo único que hizo —y fue bastante inteligente, piensa Pansy en retrospectiva— fue esconder la cabeza en un apartamento mugriento del Callejón Diagon con Terence Higgs durante meses y gastarse parte de la fortuna que le habían dado sus padres para sobrevivir. No salió de la madriguera hasta el día después que Voldemort murió y todo le salió bien.

Pansy, por el contrario, es una paria.

No culpa a la gente que la señala en la calle o que murmura a sus espaldas. La mayoría tienen razón en que fue rastrero señalar a Harry Potter y sugerir entregárselo al Señor Tenebroso. (No tenían razón cuando sugerían que Pansy era una de sus seguidoras, pero ella no iba a corregirles los detalles en los chismes). Fue uno de sus momentos más desesperados, en retrospectiva. Pero si entregaban a Harry Potter ella vivía sin una batalla en su espalda. A veces hay que pensar de la manera rastrera.

Ni Pansy Parkinson ni Adrian Pucey ayudaron al régimen de terror más allá de lo necesario para sobrevivir, pero tampoco se volvieron héroes luchando contra él. Que otros se queden los papeles.

El Ministerio no pudo imputarle ni un solo crimen. «¿Por qué sugirió entregar a Harry Potter?». «Supervivencia». De ahí no la sacaron. «Nosotros éramos alumnos, afuera había mortífagos». Omitió el hecho de que desde antes de los Carrow la escuela se había dedicado a enemistar a las casas entre sí. Porque los Carrow —que la aterraron desde el primer día— no fueron a imponer ninguna nueva estructura; aprovecharon lo que había. La misma enemistad cultivada por Dumbledore cada que le regalaba puntos a Harry Potter por romper las reglas cuando en Slytherin a menos se hacían cargo de las cagadas.

Ni un solo crimen. No tenía una marca, no había ayudado a los Carrow.

Sólo alzó un dedo y sugirió entregar a Harry Potter.

Una decisión perfectamente lógica en la desesperación de lo que no tenía sentido.

Cómo pretendían defender un castillo de niños.

Viéndolo en perspectiva, lo lograron. Los héroes lo lograron. Murieron, porque en todas las batallas muere gente, remarcarlo sólo es ser realista, pero lo lograron. Harry Potter derrotó a Lord Voldemort en el duelo más ridículo de la historia, pero lo derrotó. Detuvieron a todos los mortífagos. Incluso a sus mismos compañeros que habían tomado la marca buscando gloria, desesperación o deber familiar —Pansy no es tan estúpida como para creer que todos eran unos imbéciles que no sabían lo que les esperaba, pero tampoco como para pretender que todos lo hiceron por su libre albedrío y no bajo un montón de coacción y amenazas—. Unos se salvaron, como Draco. Otros no, como Theodore, que cumplió condena. Unos ya estaban muertos para entonces, como Vincent.

Pansy sobrevivió, como las serpientes.

Aceptó la condición de paria. Tiene ventajas. La gente la mira por su pasado, pero nadie se molesta por su presente. Está en muchos ojos al mismo tiempo que es invisible.

Todos piensan: «Pansy Parkinson, esa que señaló a Harry Potter». Nadie nunca dice: «Pansy Parkinson, que no para de tener relaciones fallidas».


Daphne dice que la culpa de todo es de los hombres.

«De todo», remarca, cuando está especialmente enojada. «Mira la guerra: dos hombres querían medirse el pito. ¡PUM! Un montón de muertos».

Hay excepciones, pero si está enojada, a Daphne no le importan.

«O quizá era un solo hombre que quería probar que él tenía el pito más grande de todos. ¡PUM! Muertos».

Pansy se ríe siempre que recuerda esas explicaciones.

«O quizá había una mujer. Y bien, había dos idiotas que pensaban con el pito y la querían ambos, como si fuera un mueble para meter en su casa. ¡Y PUM! La gente se muere por su estupidez».

Lo decía siempre para consolarla. Se lo dijo cuando Draco la abandonó en uno de sus múltiples episodios de nula responsabilidad emocional. «No quiero lidiar conmigo de la misma manera que tú lidiaste conmigo, es demasiado», le dijo su ausencia. Se lo dijo cuando Blaise se marchó a América, a quién sabe qué país del continente. «Le tengo miedo a cualquier compromiso y no quiero tener que decírtelo a la cara». Zacharias Smith la dejó en el altar y nunca le respondió una carta. «Soy un cobarde», dijo el sitio vacío a su lado en una boda llena de invitados.

Adrian Pucey está bien. No hay romance. Pero hay plática y hay risas y un montón de pequeñas cosas.


Le da muchas vueltas.

Es cautelosa.

No quiere definirse en torno a un hombre, como lo ha hecho tantas veces. Es algo tan metido dentro de ella, un lastre con el que carga siempre. Una voz en la cabeza que está todo el tiempo dándole órdenes. «No seas demasiado intensa, no lo asustes, no le digas que no te gusta eso que le gusta, ayúdale, consuélalo porque está triste, no lo abrumes con tus tristezas». Esa voz es un general y ella se pierde cada que empieza a hacerle demasiado caso.

—¿En qué estás pensando?

La voz de Adrian la regresa al mundo.

—Nada importante —miente ella.

Adrian alza una ceja.

—Pero es algo, ¿no?

Pansy se encoge de hombres.

—Nada. Hace mucho tiempo que no creo en los hombres.

Adrian se acerca por detrás. La abraza y sus manos se detienen en sus muslos. Es delicado y parece preocuparse realmente por ella. Está atento a sus reacciones y a Pansy eso le parece maravilloso.

Pero la voz de Daphne en su cabeza le dice que es sólo porque está acostumbrada a la escoria humana.

«Eso es decencia», diría, «no una maravilla. Y debería ser un estándar básico».

Adrian se ríe en su oreja. A Pansy le gusta su sonrisa.

—Eso es porque sólo te han tocado los imbéciles.

—¿Y tú no eres uno de ellos?

Vuelve a reírse.

—Quien sabe. Decídelo tú. Tienes permiso de patearme en los huevos si alguna vez hago alguna estupidez.

—¿Lo juras?

Adrian suelta una carcajada.


La voz militar de su cabeza dice «no se te ocurra dejarlo ir».

Pansy no puede dejar ir a alguien que no le pertenece, se recuerda. Y eso la deja más tranquila. No entiende cómo nació esa conciencia suya. Intenta recorrer su vida una y otra vez y no encuentra un momento exacto. Hay pistas, pero sólo eso.

Su madre, sonriendo: «¡Cuando te cases…!».

Los cuentos de princesas en las que ellas esperaban alguna clase de salvación encerradas en lo alto de una torre, custodiadas por un dragón.

Su abuela, sonriendo: «¡Te casaras con un galán, querida!»

Las bodas de sus primas, con «buenos partidos», sangre pura, ricos.

Sus tías, agarrándole las mejillas: «¡Tendremos que buscar a alguien para ti pronto!»

Está grabado a fuego en su piel y llora cada que no puede desprenderse de un instinto que le clavaron tan hondo que ahora es parte de ella. ¿Cómo de desaprende la vida entera?


Un día, mientras están comiendo en un restaurante de reciente apertura en el Callejón Diagon, Pansy se pierde en sí misma y, cuando vuelve, declara:

—Ya no me gusta la historia de La fuente de la buena fortuna.

Adrian alza las cejas, porque hasta ese momento ella no había hecho ningún comentario al respecto y ni siquiera estaban hablando sobre eso.

—¿Por qué?

—No sé, el matrimonio es repentino. ¡Ella acababa de darse cuenta que el idiota que la había abandonado era cruel!

—¿Quién?

—¡Amata, Adrian, Amata! —No es su culpa que Adrian Pucey no se sepa ese cuento, con todo y los nombres de sus protagonistas, de memoria—. ¡Amata!

Adrian sonríe. «Sigue», dice su sonrisa.

—¡Estaba en un momento vulnerable! Yo diría que primero era hora de encontrarse a sí misma, antes de lanzarse al cuello de otro matrimonio. Podrían haber salido antes.

—Pansy es un cuento.

Ella hace un mohín y Adrian nota lo que ocurre.

—Oh. —Hay una pausa—. Ya no estás hablando de Amata.


Adrian la acompaña a los conciertos que ella quiere ir y ella la acompaña a los nuevos bares que abren y que él quiere conocer. Es divertido. No son pareja, así que la voz de su interior se relaja a momentos y Pansy olvida toda la presión que su consciencia ejerce sobre ella misma. Es divertido. Buscarse a una misma sin necesidad de nadie más. Tener a Adrian cerca porque quiere a Adrian cerca, no porque lo necesita. Es divertido volver a casa —a cualquiera de los departamentos— y reír hasta que ya no quedan carcajadas y desnudarse entre sonrisas y que Adrian la tenga en cuenta. Se siente más ligero, como si flotara.

Saber que está porque quiere y no porque una voz en su cabeza le dice que esa será toda su identidad.


Con Adrian, Pansy descubre cosas que el romance convencional que le enseñaron nunca le dio.

Un amigo responsable, por ejemplo, que dice: «estás triste, ¿quieres hablar?». Y si ella dice que no aparece con un cartón de huevos y una botella de whisky de fuego. «Podemos lanzarlos contra la pared», sugiere él. Y ella agarra toda la tristeza convertida en furia y los lanza hasta que quedan sólo cascarones y porquería; Adrian se ríe, saca la varita y limpia.

A ella le duele pensar después: «Draco nunca hizo eso».

Desaprende paso a paso todo lo que aprendió negándose y se busca a sí misma. Ella sola. Sin ayuda de nadie. Un día le dice a Adrian, en un bar nuevo. «¡Descubrí que me gusta bailar sola!». Y él se queda atrás mientras ella baila y la ve.

Que le den a las relaciones fallidas, piensa.

Y un día deja de definirse por ellas. Siente que el peso de una tonelada de ladrillos se le borra de encima el día que se da cuenta de que ya no piensa nunca en Pansy Parkisnon, la de las relaciones fallidas.

La regla con Adrian sigue: ahí no se va a enamorar nadie.


—Nadie para de preguntar —le dice Adrian— si algún día vamos a «formalizar» lo nuestro.

Pansy bufa.

Qué hay para formalizar allí.

—Diles que no. Por entrometidos.

Adrian se ríe.

—Entonces las reglas siguen —dice—: aquí no hay enamoramiento.

—No. Mejor así —responde ella—. Eres mi amigo. Y te acuestas conmigo y lo disfrutamos. ¿Por qué habríamos de buscarle más pies al hipogrifo?

Adrian se ríe.

—Quien sabe, a la gente le gusta el amor.

—Bueno, pues yo te quiero —espeta Pansy. Lo dice en un impulso y después ya no puede detenerse—. Tanto como solamente quiero a Daphne. Probablemente. Y eso es más de lo que nunca quise a ningún hombre inútil. No voy a arriesgarme a meter el romance en la ecuación para arruinarla. Es amor, Adrian, supongo. Si quieres que lo sea. Sólo sin…

—¿… convencionalidades?

—No sé cómo decirlo.

Lo besa para dejar de hablar. En los labios de Adrian puede callar un poco a su cabeza. Es cierto, lo quiere tanto como ha querido a Daphne Greengrass y a nadie más en su vida. Es grande, enorme, pero no duele por dentro como siempre le había dolido lo demás. La voz en su cabeza a veces aparece, pero la calla a gritos. Desaprende la vida entera, pedazo a pedazo.

Así, cuando se pregunte a sí misma quién es Pansy Parkinson, ya no se va a responder: «La novia de».

Para el resto del mundo puede ser «La mujer que señaló a Harry Potter».

Ella y Adrian saben lo que pasa puertas adentro.

—También te quiero, Pan.

—¿Pan?

—Soy tu mejor amigo, debo de tener un apodo para llamarte honorario.

—Pan me gusta —accede ella, con una sonrisa—. ¿Cuál será el mío?

Adrian se ríe.

—Yo pensé «Pan», es tu turno.


Pansy Parkinson no necesita a nadie.

Quiere a Adrian Pucey. Es diferente.


Notas de este one:

1) Estoy escribiendo de este pairing porque siempre me encantarán las versiones de Mortífago de Metanfetamina. Estas versiones son diferentes, claro, son mis personajes y no los de ella. Pero el fanfiction se alimenta de todo el fandom y henos aquí.

2) ¡Feliz cumpleaños, esposa!

Andrea Poulain

a 23 de julio de 2020