Se despertó en la cama de su habitación, arropado con mantas que lo protegían del gélido frío externo. Al principio le costó asimilar aquello, como si hubiera tenido un mal sueño, pero entonces lo recordó todo con tanta lucidez que hubiese sido imposible seguir pensándolo. Se levantó de la cama y bajó a la cocina.

El olor del arroz recién hecho lo despertó completamente. El abuelo le sonreía cariñoso mientras con una mano invitaba a su nieto a sentarse.

—Buenos días, dormilón. Si ya estás hasta vestido —saludó.

—Buenos días, abu—contestó el niño frotándose los ojos. Avanzó hasta la mesa y se sentó a su lado, disfrutando de su desayuno.

—Estos días has estado muy ocupado durante tus expediciones, ¿no es así?

Takeru asintió mientras devoraba con intensidad su desayuno.

—Espera, espera. No vayas tan rápido, campeón, o te acabarás atragantando.

El abuelo tenía razón, porque el niño comenzó a toser cuando un grano del cereal se le fue por el otro lado.

—¿Quieres acompañarme a dar un paseo esta mañana? —ofreció el abuelo.

—¿Eh, por qué?

—Bueno, voy a hacer la compra de la semana y al mismo tiempo quiero pasar rato con mi nieto favorito. ¿Está eso mal?

Takeru negó con la cabeza y sonrió con alborozo.

—¿Podemos comprar chuches? —preguntó con emoción.

—Por supuesto.

No es que fuera poco habitual que el abuelo pasase tiempo con Takeru. El muchacho iba al pueblo durante las vacaciones de verano para despejarse de la abrumadora ciudad y el abuelo lo dejaba ser pero se podía notar una cierta complicidad entre ambos que no se encontraba presente en el resto de su familia. Eran tan unidos como una rama lo era a su árbol y no necesariamente estaba presente el contacto.

El mercado siempre tuvo pinta de antiguo, quizá debido a que todavía conservaban los puestecitos de verduras y los tendederos. La calle de piedra tenía una gran plazoleta al final, donde convergían todos los caminos del pequeño pueblo. En el centro se erguía una estatua de piedra, la de la dama y el caballero que, pese al desgaste del tiempo, se mantenía prácticamente impoluta. Esta era una de las muchas razones por las que a Takeru le gustaba tanto aquel pueblo. Tenía un ambiente antiguo y conservador y eso se podía notar hasta respirando el aire.

En el puestecito de al lado de las verduras Takeru seleccionó su gran repertorio de chuches y las metió en una bolsa de plástico mientras el abuelo comprobaba la calidad de la fruta bajo las constantes y animadas palabras del vendedor, que aseguraba ser la mejor del mercado.

—Que desgastada se ha puesto la Dama del Alba.

Takeru torció el cuello casi al instante, escrutando a la pareja de ancianos que observaban la estatua de piedra y decidiendo si acercarse a preguntar. ¿De qué conocían ellos a la Dama del Alba?

—Disculpen —preguntó el niño todo lo formal que pudo mientras llamaba la atención de la pareja.

—Dime, jovenzuelo —saludó la mujer con una extensa sonrisa.

—¿Quién es la Dama del Alba?

—¿No la conoces? —la mujer volvió a mirar a la estatua—. Es la patrona del pueblo, se llama la Dama del Alba y es quien inicia los cuentos.

—¿Los cuentos?

—Se dice que tiempo atrás este pueblo dio origen a una gran infinidad de cuentos. Por aquel entonces, la gente era muy analfabeta y no sabía leer ni escribir, de manera que no había forma de enseñarles, pero un día apareció una pareja; una dama y un caballero, que comenzaron a instruir a la población a base de cuentos e historias por lo que poco a poco el pueblo se volvió más listo y levantaron grandes bibliotecas en su nombre.

—Pero si solo tenemos una biblioteca.

—Con el paso de los años, dichas bibliotecas fueron destruidas para dar paso a las tiendas y casas, pero lo que no puedo destruirse fue la estatua de nuestros patrones.

—¿Y quién es el caballero?

—Él es el Caballero del Ocaso —dijo el hombre—. Es quien ponía fin a las historias de la dama. Ella comenzaba los cuentos y él los terminaba. Esto es metafórico, obviamente, esta pareja representa que toda historia tiene un inicio y un final. El fin de una historia solo significaba el comienzo de otra.

—¿Y dónde está ellos ahora?

—Vivieron hace mucho tiempo, pero ya no están, sin embargo, el pueblo todavía conserva su biblioteca.

El abuelo alborotó el pelo de Takeru, reuniéndose con él y despidiendo a la pareja. Cargó con las dos grandes bolsas hasta la biblioteca que su nieto le dijo y, al llegar, ambos la observaron. Tenía una pinta añeja, débil y desgastada, como si a penas pudiese sostenerse en pie o como si necesitase un "bastón, un bastón para bibliotecas", pensó el muchacho.

—Pus no es como la imaginé —dijo el niño con toda la honestidad del mundo.

—Parece que se va a derrumbar —apoyó el abuelo en voz alta—. No sé cómo sigue sosteniéndose. ¿Quieres entrar?

—No —Takeru no tenía pensado entrar en un sitio que en cualquier momento podía dejarlo sepultado bajo los escombros—, mejor vámonos.

Él debía de ocuparse de cosas más importantes. Él era un Warden, un protector de libros. Necesitaba volver a la biblioteca cuanto antes para continuar con su formación. Además, quería averiguar que había ocurrido anoche, después de ahuyentar a los devoradores, así que ayudó al abuelo a ordenar las cosas y salió corriendo de la casa, en dirección al bosque.

Podría haberlo visitado como otras muchas veces; saltando rama sobre rama, escalando las rocas o corriendo por el camino de hierba trazado y esquivando los árboles. Podría haberlo recorrido como cualquier otro día, ajeno a lo ignoto, a lo escondido, porque nunca antes había aprendido a fijarse, no hasta aquella noche, donde sus ojos se acostumbraron a verlas. Ahora veía ramas que se movían, conejos cornudos que saltaban tan alto como un árbol, una flor viajera del viento que no era si no el vestido de un diminuto duende. Ahora Takeru veía el bosque con otros ojos. Ahora vio al perro que durante tantos años pudo haberlo confundido con una mata de arbustos verdes.

Él reposaba sobre la tierra tranquilamente cuando alzó la cabeza para contemplar al niño y se levantó. Su espeso pelaje delantero se asemejaba a las brillantes hojas de primavera, que se iban enverdeciendo en el lomo como lo hacían en el verano. Su cola desnuda era como la flexible rama de un árbol que había perdido el verde en otoño y a su cuello y a su vientre lo cubrían una blanca mata de pelo blanco, como la capa de nieve que recubría el campo en invierno. El perro se levantó con la naturalidad con la que un ave emprendía su viaje y caminó por una ruta, luego giró la cabeza, silente y espectante.

—¿Quieres que te siga? —preguntó el niño.

El que callaba otorgaba, había aprendido. Caminó detrás del enorme perro, tan alto como lo era la punta de pelo más alta de su rubia cabeza, y siguió al cánido hasta el claro de un bosque.

—Querido, no es usual en ti traer visita.

Takeru pegó un brinco al escuchar la ensoñada voz de una mujer y giró el cuello en todas direcciones. Allí se encontraba una joven de blanco, blanco como sus ropajes, blanco como su cabellera, blanco como su tez.

—No te alarmes, alterado invitado —contestó la mujer—, parece que tus ojos aún no guardan la costumbre de verme.

—¿Quién eres? —preguntó Takeru.

—¡Por supuesto, que descortés! —dijo la joven en un suave suspiro—. Me llamo Túmula y, como verás, soy una hada. Este es mi compañero, Montaraz y parece que tiene algo tuyo.

El animal volvió a levantarse, caminó hacia una madriguera y dos conejos salieron de ella, portando sobre sus cabezas un cuento rojo en cuyo título podía leerse "Invocación de la Dama del Alba".

—¡El cuento de la biblioteca! —exclamó el muchacho.

—Pensamos que podría pertenecer a los Warden —explicó Túmula—, así que lo guardamos dentro de esta madriguera.

—¡Muchas gracias! —Takeru extendió las manos y dejó que Montaraz lo depositase en ellas.

—Siempre es un placer ayudar.

—Tan solo tengo una pregunta, ¿dónde lo encontrasteis?

—Montaraz lo encontró —al hada le vino un escalofrío, como si hubiese recordado algo muy tenebroso—. Yo estaba disfrutando de mi amigo el bosque, cuando el olor de la sangre empapó mi nariz. El nido de trasgos del norte estaba completamente vacío y sin vida, alguien los había asesinado a todos.

¿Asesinado?

—Me entró el miedo porque era de noche y estaba muy oscuro, entonces chillé y Montaraz vino a rescatarme. Antes de correr de allí, recogimos este extraño cuento. —Su cara se contorsionó y se llevó las manos a los ojos—. Que terrible visión, pobres criaturas. Desde entonces el bosque está asustado. Ten cuidado, todavía podría rondar por aquí el asesino.

—¡¿Qué?!

—Nosotros nos vamos ya —continuó la mujer—. Ten un buen día, confundido invitado.

Y ambos desaparecieron sin dejar rastro como las hojas de otoño arrastradas por el viento.

La hierba se mecía al son de la brisa, los árboles bailaban y cantaban, las flores recogían los últimos rayos del sol antes de que las nubes lo ocultaran del cielo durante unos instantes. El claro se fue oscureciendo, o más bien, fue lo que rodeaba al claro lo que se oscurecía, siendo este un único centro de protección luminoso. Takeru notó como dos grandes ojos lo observaban en la distancia y los músculos de su cuerpo se tensaron, preparados para correr ante el más mínimo atisbo de ataque. ¿Era el viento lo que sentía, o el aliento del que respiraba su aroma? El niño dio unos pasos hacia atrás cuando hubo ubicado a aquel ser, que se acercaba poco a poco, cada vez más rápido. No podía quedarse allí, debía correr.

Eso hizo, corrió.

Corrió todo lo que pudo y más, esquivando árboles y arbustos, saltando ramas y raíces, esquivando las hojas e intentando que sus piernas no flaquearan cuando el sonido de múltiples y gigantescas patas comenzaron a pisarle los talones. La enorme sobra de la criatura devoró la diminuta del muchacho, que corría sin parar con el cuento entre sus manos.

—¡Aparece, Cometa de Luz y Papel! —chilló desesperado.

Y el libro se estrelló contra la cara de la criatura, que no solo no se dio por aludida, si no que provocó que el propio volumen rebotase como si contra un enorme colchón se hubiera chocado.

—¡Impacto Cerúleo! —conjuró Takeru.

Aquel era su hechizo más poderoso, una flecha azul que bajaba del cielo e impactaba contra su objetivo, pero la flecha no le hizo nada a la criatura y rompió su punta al mínimo roce con la cabeza de fuego del ser. Entonces Takeru pudo ver, durante un pequeño instante, qué era lo que lo estaba persiguiendo y aquello solo lo espantó aún más.

Daba igual lo que hiciera, su hechizo no le había hecho ni cosquillas. Era como intentar apagar un incendio a soplidos.

Corrió todavía más sin poder apartar la mirada de aquello y fue en la hipnosis de su propio terror que tropezó con las raíces de un árbol cercano al río y cayó de espaldas, sin embargo, aquella criatura había dejado de avanzar, como si algo lo estuviese reteniendo. Entonces pudo verlo mejor, aquel enorme y gigantesco centauro negro, de patas llameantes y una extensa crin de fuego que nacía en su cabeza de hombre y moría en su cola de caballo.

Aquella criatura tan alta como uno de los muchos árboles, tan negra como la noche y tan llameante como el incendio, extendía su mano negra hacia delante, hacia el niño, pero sin llegar a tocarlo. De su inférnica mirada escapaba un ansia feroz.

Entonces el cuento cayó al río y el rugido de aquel monstruo hizo retumbar a hasta la piedra más sólida del lugar, era como el relincho de cien caballos siendo quemados vivos: lleno de ira y angustia. El monstruo torció su dirección y se perdió en el bosque, siguiendo el curso del río.

Takeru, por su parte, sintió perder el conocimiento y la lucidez por unos instantes, dejando caer su espalda al suelo con una apresurada respiración que no lo dejó pensar con claridad. Le latía el corazón, la cabeza y el alma y el cuerpo le tembló durante gran parte de la mañana, hasta que ya un poco más decente, se levantó, como si de un muerto se tratase, y caminó a paso lento por el bosque hasta llegar a su lugar de destino.

—Buenos días Takeru —Hikari, como siempre, lo recibía con una sonrisa, sin embargo, la escena que se encontró a continuación la dejó sin palabras, porque ¿quién sería capaz de sonreír delante de un niño con la cara roja, los ojos hinchados y los pantalones mojados? —. Oh, Dios mío. ¿Qué te ha pasado Takeru?

—Mon… Monstruo… —sollozó con un hilillo de voz.

Y ella lo abrazó con mucha ternura antes de que las temblorosas rodillas del niño tocasen el suelo, hasta que los temblores comenzaron a pasarse y a ser menos estridentes. Poquito a poco, el niño fue explicándole su encuentro con Túmula y Montaraz, cómo descubrieron la masacre de trasgos y como rescataron el cuento de la biblioteca, para luego dárselo a él. También le contó cómo unos penetrantes ojos lo habían vigilado y como, al salir corriendo, un gigantesco monstruo con cuerpo de caballo negro y torso de hombre en llamas comenzó a perseguirlo hasta el borde del río.

—¿Se detuvo allí como si no pudiese avanzar más?

—No lo sé. Extendió la mano, como queriendo coger el cuento, pero dejó de avanzar y chilló cuando el libro se cayó al agua —gimoteó, alzando la cabeza—. ¿Qué era esa cosa, Hikari?

—No lo sé —dijo ella—, no lo sé. ¿Y qué cuento era el que se te cayó al río?

—Invocación de la Dama del Alba.

Hikari se quedó quieta. Takeru pensó, por la mirada de la chica, que debía de tratarse de un cuento muy importante, porque su expresión se quedó en blanco completamente.

—¿Cómo? —volvió a preguntar la bibliotecaria.

—Invocación de la Dama del Alba —repitió.

—Takeru… En esta biblioteca no existe un cuento con ese título.

Esta vez, fue Takeru el que se quedó en blanco. Eso no podía ser posible. No podía ser posible que Hikari no conociese el cuento de Invocación de la Dama del Alba porque fue ella quien lo sacó de la estantería la primera vez. Quien se lo ofreció para que lo leyese.

—Pero sí que lo tenías —dijo él—, me lo enseñaste la primera vez.

—El primer cuento que leíste aquí se llamaba "Los Dos Sapos".

Ella parecía muy convencida de ese hecho y, aunque Takeru quiso volver a replicar, algo en su interior le pidió que no lo hiciera, que se guardase aquella réplica para él, que no tentara a la verdad de la bibliotecaria. Que no tentara a la biblioteca. Entonces asintió, movió la cabeza de arriba abajo y se convenció a sí mismo de que se había equivocado.

¿Pero entonces de qué conocía aquel cuento?

Con el tiempo, dejó de cuestionárselo. Y los días pasaron. Y los meses pasaron. Y los años pasaron.

Capítulo 5: Lo que esconde la biblioteca.

Parte 1: Fin.