Ukelele

¡No, no y no!

Cuando a Miyako le asignaron un puesto en la sección de ratas de laboratorio, su primer impulso fue colgar la bata, dejar el matraz e irse por la misma puerta por la que había entrado. Luego pensó, entre otras cosas que, si no era ella, vendría alguien más a ocupar su puesto y probablemente no tendría tanto tacto como lo tenía ella. Así que, a regañadientes, se quedó.

Por suerte, no lamentó aquella decisión.

—Buenos días, Ukelele.

Con una voz llena de ternura y el tacto de un ángel, el compañero de trabajo de Miyako; Joe, saludaba a la pequeña ratita blanca que jugueteaba subiéndose a las palmas de sus manos.

Joe era todo lo contrario a lo que Miyako hubiese esperado de un doctor que trabajaba con ratas. Era amable, educado, correcto en todos los sentidos de la palabra y, si bien no compartía el profundo amor por los animales que sí tenía la joven científica, tenía un profundo respeto por sus "pacientes". Según él, no importaba la raza: "Siempre hay que ser paciente con el paciente".

Al principio, al joven doctor no le hizo ninguna gracia tener a aquella criatura entre sus dedos, pues se le hacía muy incómodo. Era Miyako la que usualmente manipulaba al animal, le acariciaba y le alimentaba. Pronto, este tipo de contagioso afecto infectó también a Joe, que se atrevió a tocarle el lomo con un dedo.

—¿Ves? ¡No era tan difícil! ¿A que tiene la piel muy suave? —Miyako no pudo evitar reír tiernamente ante la mueca de Joe. Joe, por su parte, se relajó al ver la sonrisa de su compañera—. ¿Sabes lo listas que son las ratas? Quizá puedas enseñarle algún truco.

Miyako no esperaba que Joe se tomase tan al pie de la letra lo de enseñar "trucos" a su paciente. En un mes de trabajo, la rata había aprendido a salir de su cajita, avanzar hacia Joe y ponerse panza arriba según le dictase el doctor. También sabía volver a su cama cuando Joe le susurraba: "A casa".

—¡Es verdad, Miyako! ¡Funciona! —gritó, lleno de júbilo, Joe una vez.

Miyako no daba crédito a lo que veía pues, aunque conocía de la gran inteligencia de aquellos animales, jamás se hubiera imaginado que un médico con aversión a los roedores pudiera forjar un vínculo tan sólido como el que tenía con Ukelele. Porque sí, el nombre se lo había puesto Joe, según él, porque Ukelele se lo había dicho en un sueño.

Con el tiempo, el experimento terminó y Ukelele ya no mostraba signos de su enfermedad, lo que significaba que la plantilla actual se disolvería y que Miyako y Joe no volverían a trabajar juntos.

Esto, por supuesto, no hizo sino arrancar un largo suspiro de Miyako, a quien se le había hecho muy agradable su compañero de tareas. El último día, cuando los dos estaban recogiendo la sala, Joe se mostró nervioso.

—¿Estás bien? —preguntó Miyako.

Joe pareció dudar, pero respondió:

—Sí, no es nada.

Miyako sabía que era algo, pero no insistió y, con un lánguido suspiro, se precipitó hacia la puerta de salida.

—Miyako, espera —dijo Joe, visiblemente arrepentido de su duda y bastante nervioso.

—¿Qué ocurre?

—Ven, quiero enseñarte un último truco.

Se refería, por supuesto, a uno de los trucos de Ukelele.

—Ukelele, ven aquí y dame.

La cajita, decorada como una casa (idea de Joe) abrió uno de sus compartimentos cuando la rata empujó con su cabecita sobre este. Luego, el animal avanzó hacia el borde de la mesa donde se encontraba Joe.

—Ukelele… dame… —susurró Joe con una incipiente gota de sudor sobre su frente.

Ukelele, entonces, se tumbó panza arriba y movió las patitas.

A Miyako se le escapó una risa, pero fue tan sutil que Joe no lo notó. La rata estaba haciendo lo que hacía siempre, prepararse para el experimento, ignorando que Joe le pedía otra cosa.

—Maldición… Ayer salió bien —siguió murmurando Joe entre dientes—. Ukelele, dame, "dame".

Entonces Ukelele se levantó y corrió de vuelta a su cajita. Al poco rato, la rata salió con un papel entre sus dientes, corrió hacia Joe y se quedó quieta. Miyako, incrédula, se tapó la boca con sus dos manos, recluyendo un grito de sorpresa.

—Para ti —dijo Joe—, lee la nota.

Miyako acercó los dedos a la nota. Ukelele tiró de ella hacia el otro lado, resultando en un forcejeo.

—Ukelele, ¡Suelta! —riñó Joe.

Miyako se rio de nuevo, esta vez sin ocultar su risa, pues le pareció enternecedor que la rata solo soltase la nota cuando Joe acercó la mano. Ukelele se negó a darle la nota a Miyako, solo a Joe. Una vez hecho esto, Joe le entregó la nota a la joven.

—Para ti.

Miyako abrió la nota y leyó: "Inoue Miyako, ¿quieres salir conmigo?".

—¡Sí, sí y mil veces sí! —exclamó Miyako tras abalanzarse sobre los brazos de Joe, que torpemente la sujetaba—. ¡Pensé que no me lo pedirías nunca! Aunque hubiese sido gracioso si me lo hubiese entregado Ukelele, pues significaría que tendría que salir con él.

—Sí… Espera, digo, ¡No! —exclamó Joe, que no daba de sí frente a la efusividad de Miyako. Eso no le impidió sonreír y abrazar a la chica mientras, con una sonrisa de eterno agradecimiento, miraba a la ratita—. Gracias, Ukelele.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó Miyako.

—La adoptaré, se lo merece.