NdA Aquí en España ya pasa de medianoche, así que hoy es seis de febrero y hace un año exacto que publiqué mi primer fic. Ha sido un año genial, me ha hecho muy feliz poder subir mis historias y que tanta gente las leyera. Querría agradeceros a todos/as que me hayáis acompañado todo este tiempo, y darle especialmente las gracias a Hojaverde, que me sugirió el título del fic cuando yo estaba con la mente en blanco.

El fic es un Drarry que respeta todo el canon hasta el epílogo y consta de once capítulos. Al principio de cada uno hay una especie de flash-backs que explican poco a poco lo que ha pasado entre la guerra y el inicio de la historia. Los flash-backs no están en orden, pero creo que al final se entenderá cómo fueron sucediendo las cosas.

Actualizaré los lunes y los viernes, lo de hoy ha sido una excepción.

Los personajes de este fic y el Potterverso pertenecen a J.K. Rowling y lo escribo y lo publico sólo por amor al slash, y no porque vaya a ver un céntimo.

CAPÍTULO 1

Sólo un año después de la guerra, madame Hooch se moría. La profesora de vuelo de Hogwarts, árbitro de todos los encuentros intra-escolares de quidditch, había contraído un grave caso de viruela de dragón y su vitalidad se había apagado como un fuego agotado en cuestión de días. Los sanadores de San Mungo dudaban que fuera a pasar de aquella noche.

Madame Hooch era una mujer lo bastante sensata como para saber que no debía temer a la muerte. Creía, como le había oído decir tantas veces a Albus Dumbledore, el director de Hogwarts, que lo que tenía por delante era una gran aventura. Estaba satisfecha, además, con la vida que había llevado, llena de quidditch, de las caras maravilladas de los niños, especialmente las de los que venían de hogares muggles, al darse cuenta de que podían volar. Había tenido la oportunidad de luchar dos veces por el mundo y los ideales en los que creía y de haber vencido en ambas ocasiones. Era una vida plena y su muerte habría sido tranquila si no hubiera sentido el peso de la culpa, de un secreto, royendo su conciencia.

Una y otra vez, en aquellas últimas horas en el mundo, se dijo a sí misma que debía callar por lealtad a Dumbledore; una y otra vez se dijo también que su lealtad mayor debía ser con la verdad. Dudaba, abría la boca para confesar, volvía a cerrarla y se atormentaba pensando que debía hablar. Sus familiares le preguntaban qué le pasaba y ella negaba con la cabeza, intentado inútilmente alejar los remordimientos.

Y al final comprendió que no iba a morir tranquila si se llevaba aquello a la tumba.

-Dory... –llamó a su hermana-. Dory, tengo que contarte algo.

Dorothea se acercó a la cama.

-¿Qué pasa, Rolanda?

-Es un secreto. No puedes... decírselo a nadie.

Madame Hooch empezó a hablar con voz débil y cascada, sintiendo que a cada palabra el peso en su alma iba desapareciendo poco a poco. Nadie pensó en la mujer que cuidaba a su madre enferma al otro lado del biombo que separaba la habitación en dos y nadie cayó en la cuenta de que lo había escuchado todo.


La luz que entraba por la ventana le indicó a Harry Potter que debían de ser ya las once o incluso las doce del mediodía, pero no veía razón para levantarse. Le había costado conciliar el sueño y se había despertado dos o tres veces de madrugada; pese a lo avanzado del día, estaba cansado. ¿Por qué no quedarse allí todo el día, viendo pasar las horas? No tenía nada que hacer, nadie le esperaba, no tenía que ir a ningún sitio. El mundo seguiría girando fuera de las paredes de la casa saliera o no de la cama.

Al poco de instalarse en el mundo muggle, hacía ya casi año y medio, Harry se había planteado qué hacer con su vida. No necesitaba trabajar porque gracias a la herencia de su padrino Sirius Black y a la de sus padres tenía dinero de sobra para vivir, pero la idea de vivir sin hacer absolutamente nada le parecía absurda. Sin embargo, para el mundo muggle, carecía por completo de estudios, ya que ni siquiera constaba que hubiera ido a la escuela secundaria; un trabajo en una empresa estaba completamente descartado. Harry había optado por matricularse en la escuela para adultos y tratar de obtener el título de secundaria

Pero esa sensación de pérdida que le había alejado del mundo mágico no se había disipado, sino que se había ido haciendo cada vez más profunda y oscura. Y bajo su sombra, todo había perdido el sentido. Los estudios se habían convertido en un agobio insoportable y no había vuelto a ir desde Navidades, hacía ya casi tres meses; sus salidas, infrecuentes desde el principio, se habían ido espaciando cada vez más. Rara vez salía ya de casa si no era para comprar comida. Los platos sucios se amontonaban en el fregadero y había un dedo de pòlvo por todas partes. La casa no era muy grande; tenía dos habitaciones –una de ellas convertida en estudio-, un amplio salón-comedor, una cocina y un baño: habría podido limpiarlo todo con unos cuantos hechizos de limpieza, pero la varita sólo la usaba en contadas ocasiones y de todos modos¿para qué limpiar? A él no le importaba y nadie iba a entrar en esa casa.

Se sentía como si un dementor se le hubiera instalado en el alma y lo peor de todo era que ya ni siquiera recordaba lo que era sentirse de otra manera.

Después de un buen rato, la presión en su vejiga se hizo tan intolerable que tuvo que levantarse para ir al cuarto de baño, y una vez en pie, decididó comer algo. En la nevera ya no le quedaba gran cosa y se contentó con una manzana y un trago de leche. Ya iría a comprar por la tarde o al día siguiente. Harry se fue al sofá, apartó una caja de pizza vacía para tener un hueco en el que sentarse y encendió la tele. Ahora consumía montones y montones de tele. Por toda la que no le dejaron ver de pequeño, pensaba a veces. Le daba igual lo que fuera: series, películas, noticias, programas de cocina, documentales... Incluso los canales de Tele-tienda podían absorberle durante horas, si se podía llamar así a esa especie de trance indiferente en el que se sumía.

La tarde avanzó mientras seguía en el sofá, yendo de un canal a otro. En algún momento se quedó dormido y cuando volvió a despertarse, el reloj del reproductor de DVDs le indicó que eran ya las nueve de la noche. Harry se levantó y sin molestarse en encender las luces volvió a ir al cuarto de baño. El estómago le dolía esta vez de hambre. Harry se tocó distraídamente las costillas mientras iba a la cocina. Volvía a estar tan delgado como cuando estaba con los Dursley.

"Se alegrarían de verme así", pensó Harry, abriendo la nevera, Sus tíos siempre le habían odiado por ser mago. La vida con ellos había incluido muchos golpes, insultos y abusos, poca comida y ningún afecto. A veces, Harry aún podía oir sus voces cargadas de desprecio resonando en su cabeza.

Harry siempre había pensado que no le importaba lo que sus tíos pudieran pensar. De niño había aprendido pronto a abrazarse y arroparse solo, encerrado en la alacena que se había convertido en su dormitorio desde los dos años hasta los doce. Sus tíos y su primo habían sido el enemigo, ajenos por completo a él y no quería su cariño ni su aprobación.

Pero las cosas habían cambiado y Harry se daba cuenta ahora de que todo había sido un simple mecanismo de defensa, porque sí dolía que le hubieran tratado con ese asco, que su tía jamás le hubiera leído un cuento, que su tío nunca le hubiera preguntado por sus deberes. Y no porque los quisiera –los detestaba con cada fibra de su ser- sino porque le habían privado de algo a lo que tenía derecho. Harry sabía que parte de ese vacío que sentía en su interior era la ausencia de cariño y seguridad durante su infancia, como una deuda postergada que ahora tenía que pagar de golpe.

Harry sacó un plato precongelado de pasta a la carbonara del frigorífico, ahora oficialmente agotado, y lo calentó en el microondas. Se lo comió en el sillón, directamente del recipiente. Cuando terminó, dejó la bandeja en el suelo y siguió viendo la tele hasta la una de la noche. Después volvió a irse a la cama.

Había pasado otro día.


A la mañana siguiente, Harry consiguió reunir la energía suficiente como para salir de casa. Estaban en marzo y el aire aún era frío y cortante. El supermercado más cercano estaba a unos doscientos metros de su apartamento en el Soho y los recorrió a paso rápido, esquivando punkies, hombres de negocios, prostitutas, hippies, camellos, artistas famélicos y amas de casa. Una vez allí, la calefacción le dio la bienvenida. Harry fue a por un carro y empezó a recorrer los pasillos con él.

Comprar era hacer algo e, inconscientemente, Harry se sintió una chispa de animación mientras iba llenando el carro de platos preparados, fiambre, refrescos, zumos, leche y dulces para el desayuno. Sabía cocinar, pero ya hacía tiempo que había perdido las ganas y su única concesión a la comida saludable fueron media docena de manzanas y otra media de plátanos. En el último momento añadió dos bolsas de ensalada preparada.

Harry se dirigió hacia las cajas y se puso en una de las colas. La mujer que tenía delante le lanzó una mirada aprensiva y apretó con fuerza su bolso y él supuso que su aspecto, flaco, ojeroso y con barba de varios días no inspiraba demasiada confianza. La mayor parte de la gente con la que se cruzaba reaccionaba de la misma forma. Harry sabía que parecía un bicho raro, pero no le importaba. Era un bicho raro. ¿Y por qué los muggles iban a tratarle mejor que los magos?

Cuando le llegó su turno, pagó a la cajera y volvió a su casa con las bolsas de la compra. Había empezado a chispear y consiguió llegar el portal de su casa unos segundos antes de que las escasas gotas de lluvia se convirtieran en un diluvio. Por las escaleras se encontró con Samantha Archer, una de sus vecinas, que subía trabajosamente los escalones cargada hasta arriba de bolsas de comida. Samantha era un auténtico desastre, una madre soltera de treinta y tantos años con tres hijos, cada uno de un padre, un trabajo de mala muerte y un buen humor a prueba de balas. Harry, que a pesar de su bajo estado de ánimo aún conservaba su caballerosidad, se acercó a echarle una mano.

-Hola, Samantha¿has atracado el supermercado?

Ella lo miró con simpatía.

-Hola, chico misterioso.-Harry sabía que el mote se lo había sacado su hija mayor porque la propia Samantha se lo había contado-. Hacía tiempo que no te veía el pelo.

-He estado un poco liado.-Aquella era la segunda mentira que más repetía. La primera era "estoy bien".

-Ya... Eh¿eso es la lluvia?

-Sí, ahora cae con fuerza.

Harry la acompañó hasta su piso y le entró la bolsa de comida hasta la cocina. En el edificio había pisos de varias habitaciones y el suyo tenía tres habitaciones, A pesar de los mil trastos desperdigados por el salón-comedor, se veía limpio y había un jarro con flores blancas y naranjas en la mesa.

-¿Te apetece un té?

-No, gracias. Además, he de guardar lo que he comprado.

Samantha era simpática, pero Harry ya sabía que su tema favorito de conversación era decirle que se animara, que se afeitara y, como sabía que era gay, que se buscara un buen chico que le hiciera compañía. Esa mañana no se sentía con ganas de escucharla y se marchó, prometiéndole subir a charlar con ella en otra ocasión.

Una vez en casa, guardó la compra en la nevera, preparó una fuente de palomitas de maíz en el microondas y se sentó a ver la tele con un bol sobre las rodillas. La leve animación que había conseguido haciendo la compra fue desapareciendo poco a poco por el peso de las horas muertas y el ruido incesante de la lluvia, y sus pensamientos se fueron haciendo también más sombríos. Le aterraba pensar que aquello era lo que le esperaba el resto de su vida, esa existencia vacía y carente de sentido. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se volviera loco? En esas ocasiones, pensaba que habría sido mucho mejor morir tras vencer a Voldemort, cuando la adrenalina que recorría todavía sus venas le hacía creer que todo había salido bien, que Remus Lupin, y Colin Creevey y Tonks y Fred Weasley y todas las otras víctimas de la guerra no iban a doler tanto porque habían ganado. Sí, desaparecer cuando aún se sentía un héroe habría sido preferible a sobrevivir para verse reducido a ese estado gris y apesadumbrado del que no conseguía salir.

Aquella noche, Harry tuvo una pesadilla. Soñó que iba a comer con los Weasley a la Madriguera. Los Weasley lo recibían con frialdad, como si estuvieran enfadados con él, pero fingían que no había ningún problema. Ni siquiera Ron le contaba qué pasaba. Cuando se sentaban a cenar, todas las sillas quedaron ocupadas excepto una, que parecía casi tres veces más grande de lo normal. Harry era incapaz de apartar los ojos de esa silla vacía, que parecía amenazarle de algún modo. Entonces comprendió que esa era la silla de Fred, y que todos estaban enfadados con él porque no había sido capaz de salvarlo.

Se despertó cerca de las seis de la mañana, llorando. Había empezado en sueños y ya no pudo parar hasta que se quedó sin lágrimas, sintiéndose cansado y miserable. No soportaba pensar en los Weasley. La lluvia seguía cayendo con fuerza. No hizo nada en todo el día.


Al día siguiente, poco después del mediodía, dejó de llover. Harry, que estaba a punto de romperse, agarró su anorak y salió a la calle en busca de algo que impusiera una tregua al tormento en su cabeza. Todo le parecía feo y hostil, la gente, las aceras mojadas, los agresivos carteles chillones de los sex-shops, el ruido del tráfico. Caminaba a paso rápido, con la vista fija en el suelo para esquivar los charcos y las caras de las personas y el paseo, en lugar de tranquilizarlo, estaba haciéndole sentir casi acosado, como si algo o alguien le estuviera persiguiendo.

No tenía por qué soportar todo eso. No tenía por qué sufrir de esa manera. No había hecho nada para merecérselo. Aún no había cumplido ventidos años y se sentía como un viejo de cien, gastado y abandonado.

"Exacto, no tienes por qué pasar por esta agonía", dijo una voz dentro de su cabeza. "Ponle fin. A nadie le importará demasiado si estás vivo o muerto". No era la primera vez que pensaba algo así, pero hasta ese día, Harry nunca había comprendido que era cierto. Quizás Ron y Hermione soltarían un par de lágrimas al oir la noticia, pero él ya no tenía sitio en sus vidas. Hagrid... puede que él también se llevara un pequeño disgusto, pero lo superaría. El hecho era que todos seguirían con sus vidas; a él ya no lo necesitaban.

La idea del sucidio llenó a Harry de algo que casi era una extraña alegría. Morir significaba dejar de padecer y reencontrarse con sus padres y con Sirius, su padrino. Ellos sí le querían. Quizás sus padres se sentirían un poco decepcionados al principio, pero lo entenderían. Su destino había sido morir con Voldemort, como Dumbledore había pensado; sobrevivir, escapando a ese destino, había sido su condena. Suicidándose, sólo corregiría un error.

El paseo le había alejado más del Soho de lo que esperaba y volvió hacia su casa, impaciente por llegar y poder, por fin, conseguir la paz que tanto anhelaba. Se subiría a la azotea de su edificio y saltaría: cinco pisos eran más que suficiente para asegurarse de que moriría. Y tendría un último instante perfecto de vuelo antes de morir.

Sólo quedaba una cosa por hacer. Harry entró en su piso y recogió febrilmente todas las fotos mágicas que tenía de sus padres. Después hizo un paquete con todas ellas y dejó una nota encima con el nombre de Minerva McGonagall, la directora de Hogwarts. No se molestó en sacar la varita de su escondite; para los muggles sólo sería un trozo de madera sin importancia. Después salió de su piso sin mirar atrás y subió los dos que quedaban hasta la terraza.

Seguía sin llover, aunque el cielo estaba plomizo. A Harry le pareció simbólico. El aire frío, sin embargo, le daba ánimos. Cabálgame una última vez, parecía decir el viento, acariciándole el pelo, los brazos, las piernas. Harry cerró los ojos un momento y tragó saliva. Algo protestó dentro de él y le preguntó a gritos qué creía que estaba haciendo. Harry dudó, pero no aguantaba más. El último año había sido un infierno mucho peor que la guerra y había llegado a su límite. Morir ya no era una desgracia, era un alivio.

Harry se asomó a la barandilla y miró hacia abajo. Una vez saltara, en cinco o seis segundos todo habría terminado. Su muerte sería instantánea.

Casi podía sentir a sus padres, a Sirius y a Remus, acercándose a él para recibirlo cuando pasara al otro lado.

Remus.

En esa pequeña fantasía, Remus no lo miraba con simpatía, sino con reproche. Y le preguntaba por qué había dejado abandonado a su hijo Ted. Harry sintió una chispa de culpa al pensar en su pequeño ahijado, huérfano como él por culpa de los mortífagos. Pero Teddy estaba bien cuidado por Andromeda Tonks, su abuela, y Harry no veía de qué le iba a servir tener un padrino como él. Era pequeño. Le olvidaría pronto y nunca más volvería a acordarse de él.

Harry se subió a la barandilla de piedra, oscilando ligeramente por culpa del viento. El corazón empezó a palpitarle con fuerza, como antes de un partido de quidditch y se acordó de la vez que había ido a dejarse matar por Voldemort tras descubrir que éste le había transformado en un horrorcrux. Aquella vez no había deseado morir, pero lo había hecho para acabar con el terrible mago oscuro; ahora no estaba seguro de querer morir, pero sí de que anhelaba descansar. Y con la vista fija al frente, no al suelo, inspiró hondo y empezó a contar mentalmente hasta tres.

Pero Remus aún no había terminado con él."¿Y si a Andromeda le pasa algo¿Quién crees que querrá hacerse cargo de un niño que podría desarrollar rasgos de licantropía en cualquier momento¿Dejarás que crezca entre gente que le odia y le teme, como hacían tus tíos contigo?" Harry volvió a dudar. Quería al niño. En el último año lo había visto poco, ninguna desde Navidad, pero lo quería. Y la idea de que pudiera terminar en manos de gente como los Dursley le descomponía. "Pero es que ya no puedo más, de verdad,", pensó, desesperado. " Lo he intentado, pero no puedo más. Son demasiadas cosas juntas".

No hubo respuesta porque nada había que discutir y Harry sintió el peso de la vida cayendo de nuevo sobre sus hombros con la misma contundencia con la que él se habría estampado contra el asfalto. Había prometido cuidar de Ted Lupin y tenía una promesa que cumplir. Estaba condenado a vivir mientras Teddy lo necesitara.


Harry pasó el resto del día en un estado casi de shock. Su intento de suicidio había sido impulsivo, pero sincero; si no se hubiera acordado del pequeño, habría saltado sin pensárselo dos veces. Y ahora no sabía qué hacer, como si se hubiera quedado por completo sin ideas ni iniciativa. Finalmente, se levantó del sillón, buscó el teléfono inalámbrico por todo el comedor y lo puso a cargar. Después se fue a la cocina y se preparó algo de cena; no había comido nada desde el vaso de leche que se había tomado como todo desayuno. Cuando terminó de cenar fue a ver si el teléfono funcionaba y llamó a Andromeda.

A pesar de ser de sangre pura y de la racista familia de los Black, Andromeda se había casado con un mago de origen muggle y vivía en una casa con electricidad y línea telefónica. Ted Tonks había muerto durante la guerra, pero Andromeda no se había cambiado de casa.

-¿Diga?

Sólo entonces Harry pensó que quizás Andromeda estaba enfadada con él por no haber dado señales de vida desde Navidad. Pero ya estaba allí y sabía que necesitaba hablar con Teddy como no había necesitado nada en su vida.

-Hola. Soy... soy Harry.

-¡Harry! –La voz no podría haber sonado más sorprendida-. ¡Merlín bendito¿tienes idea de lo preocupada que estaba por ti?

-Siento no haber ido a ver a Teddy.

-Olvídate de eso ahora. ¿Qué te ha pasado¿Estás bien?

-Estoy bien. Es que... he estado ocupado.

-Ocupado... –Lo repitió como si fuera una palabra extranjera-. Harry... muchacho, tú no estás bien. Desde que te fuiste al mundo muggle has ido de mal en peor.

-Estoy bien, estoy bien –repitió, nervioso-. Yo sólo quería... hablar un poco con Teddy.

-Pues... lleva un buen rato durmiendo.

Harry cerró los ojos, maldiciéndose por no haberlo pensado antes. Al niño aún le faltaban unas semanas para cumplir los cuatro años y Andromeda lo acostaba a las seis de la tarde.

-Ya...

-No sabía que tuvieras mi número.

-Me lo dio una vez, hace mucho tiempo.

-¿Por qué no me das tú el tuyo?-Harry vaciló, temeroso de que lo usaran para localizarlo. Pero ella pareció leerle la mente-. Prometo no decirle a nadie que lo tengo, si no quieres, pero me sentiría más tranquila si supiera cómo localizarte.

Harry pensó que Andromeda tenía razón, que había sido muy irresponsable por su parte, y se lo dio.

-Prefiero que no se lo diga a nadie –dijo, esperando no tener que dar explicaciones.

-No, claro. Aunque a los Weasley les gustaría muchísimo hablar contigo.

Sólo de pensarlo Harry sintió náuseas. Era incapaz de enfrentarse a ellos y leer la misma acusación terrible en sus ojos.

-No, ahora no puedo.

-Está bien, está bien, tranquilo –dijo ella, rápidamente-. Escucha, Harry, quiero que me prometas que, en cuanto levanten la cuarentena, vendrás a visitarnos¿de acuerdo? Teddy tiene muchísimas ganas de verte.

-¿Cuarentena? –repitió, confundido y todavía nervioso.

-Oh, tú no lo sabes, claro. El mundo mágico está en cuarentena desde hace ocho días.

-¿Qué?-exclamó, alarmado-. ¿Por qué?

-Ha habido un brote de peste.

A Harry le temblaron las piernas.

-¿Qué? Oh, Dios mío...

-No, no te preocupes.-La voz al otro lado del teléfono sonaba tranquila-. La peste mágica no es como la muggle. En realidad sólo provoca un sarpullido verde por toda la cara, pero, por desgracia, resulta muy peligrosa para los muggles. El Ministerio ha prohibido todos los contactos entre ellos y nosotros.

-Ah...-dijo, un poco más aliviado-. ¿Cuánto durará?

-De tres a cuatro semanas más. Puedes venir a vernos, claro, pero entonces no podrás volver a tu piso hasta que levanten la cuarentena.

-Oh... ya...

Harry, que había oído mencionar una vez una cuarentena mágica como algo perdido en el tiempo, le preguntó más sobre lo que estaba pasando en el mundo que había dejado atrás, tan curioso como preocupado, pero se apresuró a cortar con impaciencia e incomodidad más o menos disimulada cuando Andromeda empezó a preguntarle por sus estudios. Antes de colgar, sin embargo, prometió que al día siguiente llamaría a una hora más temprana para hablar con Ted y cumplió su promesa. Después de desayunar lo llamó y la conversación con el pequeño, que le contó con entusiasmo y lengua de trapo su propia versión de la cuarentena, le animó más de lo que esperaba e hizo que lamentara de verdad no poder ir a verlo.


Aquella noche, Harry sintió que la casa se le caía encima. No había sido uno de sus peores días, pero poco antes de la medianoche empezó a agobiarse, él, que se había pasado diez años de su vida durmiendo –y casi viviendo- en una alacena. Ya le había sucedido alguna que otra vez desde que vivía allí y sabía que lo único que le calmaba era ceder a sus impulsos, salir y dar una vuelta, así que fue a por su anorak, su bufanda y sus llaves y bajó los tres pisos que le separaban de la calle.

El frío que le recibió al abrir la puerta de su edificio estuvo a punto de hacerle dar media vuelta, pero siguió adelante, sus pasos resonando con fuerza en la acera. Pese a lo céntrico de la zona, apenas se veía a nadie y casi todas las casas tenían las luces apagadas. Un coche pasó por su lado con la música a todo volumen. Harry no reconoció la canción, quizás era nueva, pero le gustó. "Camino por esta calle vacía, por el Boulevar de los Sueños Rotos..." Muy adecuado. La canción murió cuando el coche se alejó y Harry continuó caminando a paso rápido para combatir el frío y la sensación de ansiedad que se le había puesto en el pecho.

Unas carcajadas masculinas resonaron a la vuelta de la esquina. Harry pensó que era un grupito de borrachos recién salidos de algún pub.

-¡Dale fuerte!

Se oyeron golpes, un grito ahogado, más carcajadas. Harry comprendió que estaban atacando a alguien y, sin pensar en lo que hacía, corrió hacia la esquina. A unos cincuenta metros de él, en el hueco de la entrada de un almacén, tres tipos de cabeza rapada estaban cosiendo a patadas a una chica tirada en el suelo. Harry frunció el ceño, instintivamente furioso, y estuvo a punto de salir corriendo hacia ellos, pero se detuvo con una prudencia desacostumbrada. Iba sin varita y era sencillamente imposible que pudiera ganar a aquellos tres cabrones en una pelea. Pero una idea cruzó por su cabeza, salvadora, y se puso a agitar los brazos y a señalarlos.

-¡Policía!-gritó, como si hubiera algún agente acercándose por donde ellos no podían verlo-. ¡Rápido¡Aquí!

Los tres tipos alzaron la cabeza, alarmados, y salieron corriendo a toda prisa, insultándole por entrometido y amenazándole con matarlo si volvían a encontrárselo. Harry, aliviado al ver que su treta había dado resultado, corrió hacia la chica, que estaba tendida boca abajo, sin moverse. Mientras se acercaba, muy inquieto por su estado, se dio cuenta de que la larga melena rubia le había confundido: no era una chica, sino un chico. Y cuando se arrodilló a su lado para apartarle el pelo de la cara y ver cómo estaba, reconoció con sobresalto a Draco Malfoy.